Una aproximación más al doctor Merolico

Seis cosas ha de tener

quien dichoso quiera ser;

leña vieja que quemar,

viejo libro que estudiar,

hembra joven que querer,

potro joven que montar,

y lo mejor a mi ver,

joven o vieja, a escoger,

la plata que ha de gastar.

Así decía un verso anhelante, ansioso y apetecido como realidad. Eran los últimos años de la séptima década del siglo décimo nono –cuando llegó el Merolico-, esa centuria XIX de nuestra era, donde se creía que la electricidad resolvería muchos de los problemas del mundo, incluido el de la muerte, como bien lo señalaba la novela Frankenstein, de Mary Shelley. Ya no se pensaba como un siglo antes, que se podía revivir a los difuntos, pero sí que se podía lograr la inmortalidad para los humanos, lo cual no era moco de pavo, como decían.

       Los escépticos aseguraban que ello era imposible, pero no dudaban en que la energía eléctrica podía ser una eficaz fuente de calor para tener otra vez seres animales y vegetales gigantes, lo que sin duda sería otra revolución en la ciencia.

       Dicho siglo fue también el de los nacionalismos y el progreso, tan de la mano ambos porque entre los países industriales implicaba una cuestión de dominio y superioridad, mientras que para los demás era un asunto de supervivencia. Francia, Inglaterra, Alemania, Estados Unidos, eran de los primeros, y se desgarraban unos y otros, pese a sus múltiples acuerdos de paz. Las guerras mundiales del siglo XX tienen su base en esos pleitos.

       México era de los segundos, de los débiles aunque empeñosos por figurar en la categoría de nación civilizada. ¿Por qué no lo lograba? La explicación era sencilla: por revoltoso, por desorganizado, por desordenado. No en vano, los regionalismos que en la época colonial se habían logrado contener con las disposiciones de los reyes de España, se desbordaron después con los múltiples jefes militares de cada zona del México independiente, cada uno de ellos avezado y merecedor, argüían.

       Sobre esta base, el progreso tan necesario implicaba, casi nada, tres factores fundamentales; paz, industria y educación. Respecto a la paz -madre mía-:

En esta feliz nación

donde todo es pura bola,

hay una ley, una sola:

guardar la Constitución.

        Mas, por ¡Cristo o Barrabás!

todos los de la carnada,

la tienen tan bien guardada,

que no la observan jamás.

       Para revertir tan triste negocio, en 1879 se le pidió al presidente Díaz que se convirtiera en el hombre necesario, en el hombre fuerte con poder permanente, justo y comprometido con los intereses de la patria. ¿Qué le costaba? Nada, porque hasta la Constitución se modificaría para que la respetara, tal como pregonó en sus campañas revolucionarias.

       Respecto a la industria, los primeros fundamentos se implementarían en torno a las vías de comunicación, sentándose las bases de la apertura ferrocarrilera y las inversiones extranjeras, dándole la prioridad a los préstamos externos y no a los internos. Motores, tractores, ferrocarriles, máquinas de coser, era lo del momento. El mundo del hierro como fundamento de avance tecnológico, medicinal y hasta resguardo de la moral familiar, de la virtud personal y hasta de la salud, como fue el caso de cierta jovencita, muchacha doncella que se negó a ir a misa de siete porque tenía calenturas diversas. De manera que la piadosa madre se fue sola a los deberes sagrados, lo que aprovechó el novio para entrar a la casa, con discreción, eso sí; en lo interior, puro arrumaco y juego de manos –no de villanos-, hasta que la señora regresa, con premura y antes de lo acostumbrado, pues le brotaba la preocupación. Vuela el novio por la ventana, y la niña, con calenturas aún, se niega a la revisión médica, pero la autoridad materna se impone. Se llama al médico, quien revisa a la paciente y dialoga con la madre:

–¡Señora, aquí entre los dos ahora, el mal es de gravedad!

–¡Dios mío!

–¡Yo soy muy viejo y muy práctico!

–¡Ya lo sé!

–Y como la aprecio a usted me permito este consejo: ¡Abra usted mucho los ojos. La niña, a mi plan me aferró, necesita mucho hierro!

–¿En píldoras?

–No, ¡¡en cerrojos!!

Más allá de la broma pasional, en esos días causaba revuelo la lucha de las mujeres por su derecho al voto. Las féminas de Londres, Berlín y Chicago iban a la cabeza, y eso generaba inquietud en los lares aztecas. La cuestión no era menor, adujo un periodista del Monitor Republicano, pues así como había que dudar de los hombres que empezaban a usar faja, polvos de arroz y perfumes, también había que tener cuidado de las mujeres levantiscas, dado que con sus derechos y con el uso particular del teléfono, las labores domésticas no tardarían en quedar en segundo plano. Los hombres fuertes, amos y señores del terreno, no tenían sino que aguantar, apechugar y disimular. Sobre esta base, el diálogo con la esposa levantisca y paseadora se dio en estos términos, como se adujo en la prensa de la época:

–¿Va usted a salir, señora?

–Sí, señor, así parece.

–Y, … ¿como a qué hora piensa usted volver, señora?

–A la que me dé la gana.

–Está bien, pero no más tarde, ¿estamos?

A su vez, con la mujer y la hija iría así, al volver del trabajo y ver que la casa estaba hecha un desastre:

–¡Mujer, mujer!

–¿Qué quiere usted, mi señor?

–¿Qué estás haciendo ahora?

–Yo nada, absolutamente nada.

–¿Y tú, hija?

–Yo, le estoy ayudando a mi mamá.

       En fin, volvamos a lo serio. La educación tenía que ser fundamento y soporte del cambio; cambio sosegado, no abrupto, porque no se debía alterar el curso tradicional del entorno familiar. Adiós a los indígenas, sí, pregonaban muchos, por su poco aporte a la producción, por su arraigo a la tierra, por su desacato a las leyes municipales, estatales y federales. ¿Qué era eso de gobernarse por sus usos y costumbres? ¿Qué era eso de mantener tierras ociosas y en propiedad colectiva, comunal, cuando lo mejor era la propiedad individual, por productiva? Había que integrarlos mediante la educación y el trabajo. Si se negaban, entonces se podrían tomar medidas más drásticas. Y las tomaron en algunos casos.

       Educación, entonces, como panacea, pero educación seria y acorde a nuestro ser, para salvar la institución familiar y no caer en el trágico destino de países como Inglaterra y Estados Unidos, donde prevalecía ya el divorcio. En suma, educación impartida por profesionales –algo se ganaría con ello-, aunque eso tampoco era garantía si tomamos en cuenta un rumor que corría en torno a un profesor con fama de sabedor:

–Maestro, maestro, ¿hace usted el favor de decirme qué se entiende por obra póstuma?

–Se llama así –respondió el maestro-, aquella obra que escribe un autor después de muerto.

       En fin, tal era el ambiente mexicano cuando arribó al país el suizo Rafael Juan de Meraulyok, profesor y doctor de muchos afanes, en especial como vendedor de menjurjes y como sacamuelas. Tras recorrer medio mundo, llegó al puerto de Veracruz el 21 de agosto de 1879, y un mes y días después ya estaba en la ciudad de México, paseando por todos lados, haciendo gala del espectáculo y la curiosidad. Así, se le veía en los teatros, en las cantinas, los cafés París y La Concordia, los parques y las plazas. En estos dos últimos sitios repartía propaganda y cartelones con su imagen; en los demás conquistaba artistas, departía con los tunantes y bebedores, prometiéndoles ilusiones futuras y conocimientos extraordinarios. Unos lo tomaban a broma, pues ¿cómo creerle a un tipo que se vestía con bota federica, sombrero de copa blanco, pantalón de ante amarillo, una levita de terciopelo azul, más una buena cantidad de medallas que relucían en su pecho?

       Era un sujeto alto, flaco, de lente oscuro con el que dizque escondía el hecho de tener un ojo inservible, perdido en una batalla en la guerra de Plevna de 1877, cuando peleaban los turcos contra los eslovenos.

       Gustaba del espectáculo –ya dije-, pero no era tonto, y por eso no cumplió sus promesas sino hasta conseguir avales académicos de la Escuela de Medicina de México, en la medianía de octubre. Logrado esto, ahora sí, a fines de ese mismo mes, el día 24, se instaló en la Plaza de Armas, en el Zócalo, para montar su exhibición. Llevaba pomadas y ungüentos maravillosos; se hacía acompañar de una murga –una pequeña orquesta que entonaba valses y óperas al menor gesto-, y sacaba muelas y dientes gratis, al ritmo de un habla prodigiosa, aparte de que se atravesaba cuchillos en la garganta y en los brazos.

       Los pícaros, la leperada, no tardaron en endilgarle el siguiente estribillo:

¡Merolico, Merolico!

¿quién te dio

tan grande pico?

       La palabra Merolico no era nueva, se usaba por lo menos desde mediados del siglo XVIII, pero sólo definía al hablador, al platicador, al chismoso sin ton ni son. La coincidencia del apellido del suizo con esta voz es extraordinaria, mas así sucede en la historia.

       Hablaba de tal manera, vendía con tanto éxito sus elíxires curalotodo, sacaba dientes y muelas con el beneplácito popular, que no tardó en ser atacado por muchos periodistas, por los científicos, por la policía y  por los políticos de cortas miras. ¿Médico? No, señor. ¿Sabio? Menos. ¡Charlatán, embaucador, bribón, estafador, farsante, engañabobos! Eso sí. Sin embargo, el pueblo lo amaba, lo aclamaba, lo cargaba y le hacía caravanas. ¿Que su bálsamo era inofensivo? Tal vez, pero lo vendía porque llevaba aquello tan necesario para la cura de cualquier mal: ofrecía esperanza, prometía alivio en habla pródiga cual voz de profeta. Ofrecía felicidad, de hecho, ilusión y emoción tan necesaria en un país que, según Meraulyok, carecía de ella.

       ¿Se podía ser feliz en un país de salvajes, país donde se perseguía a los opositores, donde se podía asesinar a los disidentes, como ocurrió en Veracruz en junio de 1879? ¿Se podía ser feliz en una ciudad de México en la que prevalecía el tifo, debido a la suciedad de las calles y a los miasmas de cloacas y atarjeas? ¿Se podía ser feliz en una ciudad con problemas de desagüe y con inundaciones recurrentes ante el menor exceso de lluvia?

       No, no se podía. ¡Qué diferencia con la culta Europa! No obstante, aquí digo yo que todo es cuestión de enfoques. Tal vez era cierto que los mexicanos no eran felices, como dijo Merolico, pero de que muchos intentaban serlo por algún momento, sin duda. Ahí está el ejemplo de los cargadores que dejaban caer a las guapas cuando, en una inundación, las llevaban de una calle a otra. Ni qué decir de la esposa que pedía a Dios un favor muy especial:

Señor, ya que te has servido

dar un tifo a mi marido,

acaba mi cautiverio,

llévatelo bien ceñido

de rondón al cementerio.

       De acuerdo con Merolico, México era un sitio especial, no privilegiado, carente de personas con congruencia en su ser y su estar, con la única excepción de Joaquín de la Cantolla y Rico, el hombre de los globos del mismo apelativo, quien pese a las burlas y las pedradas no dudaba en elevarse por los cielos para tomar sus datos científicos, o tan sólo para celebrar alguna festividad especial; sujeto que tampoco dudaba en entrarle al alcohol sin miedos, temores ni pretextos.

       ¿Amor pasional en México? No existía sin trabas. ¿Sabios en México? Ni por equivocación. Farsantes sí. ¿Políticos conscientes y legisladores a favor del pueblo? Jamás. ¿Artistas de calidad? Nunca, por más que se exaltaran las argentinas voces de Rosa Palacios y de Ángela Peralta, esta última también empresaria de altos vuelos.

       Nada valía, y por eso Merolico estaba seguro de que su presencia causaría revuelo y revolucionaría el entorno. O por lo menos les daría algún consuelo. El problema consistía en saber si el remedio resultaba peor que la enfermedad, como le pasó a aquella esposa amante y preocupada del bienestar de su marido:

De parto Antonia se hallaba

y era el trance tan cuitado,

que su esposo, acongojado

e inquieto se lamentaba.

       Ella al verle así molesto

por consolarlo le dijo:

no te apures tanto, hijo,

que no tienes culpa de esto.

       Nos queda una certeza: diversión sí fue. Anduvo por Puebla, y llamó la atención; ciudad de México, ni se diga; Estado de México, ¡vaya jugador!; Veracruz, puso en alerta a todos, en especial a sus colegas, quienes aquí sí lo metieron a la cárcel, aprovechando las aventuras femeniles a las que era afecto. Finalmente, a fines de noviembre de 1880 Merolico desapareció de la escena mexicana.

       Estuvo en nuestra República quince meses, en los que provocó poemas satíricos, calaveras, inocentadas, artículos de fondo, charlotadas, farsas, sainetes, juguetes cómicos, piezas musicales y hasta periódicos. ¿Quieren enterarse de esto a detalle? Los invito a leer el libro de sus Memorias (ya publicado), así como la crónica de sus avatares, texto que estará en circulación en unos meses más, si todo sale como lo pensamos.

       Merolico nos dejó con muchos gustos. Con él, se popularizó la definición de los pico de oro, los de la fecunda parlanchina (hablas como Merolico, pareces Merolico); con él, se definió un oficio (el del vendedor de menjurjes y elíxires maravillosos); y él, obligó a las autoridades mexicanas y al poder legislativo para que definieran si el oficio de sacamuelas necesitaba de regulación y de estudios y prácticas profesionales, es decir, de permiso oficial. Lo que finalmente ocurrió.

       Cerremos con otro chiste de la época, sólo por gusto:

Un individuo no puede pagar al casero los muchos meses de alquiler que le debe.

–Para que vea usted si soy generoso y considerado –dice el casero-, echo al olvido la mitad de la deuda.

–Yo no quiero ser menos que usted –replica el deudor- y olvido la otra mitad.

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