La niña mártir y la mujer verdugo. Crónica de un caso de sensación

I de III

El 24 de junio de 1878, la policía encontró en una covacha a una niña que tenía un estado físico lamentable. Se decía que estaba así, debido al maltrato que le infligía su protectora, mujer que habitaba en una casa de la calle del Corazón de Jesús.

       Ya las autoridades judiciales sabían del caso, y se esperaba que actuaran con energía pues no había esperanza de vida para la víctima.

       El caso fue de sensación por las características en que se dio el crimen: niña amarrada, golpeada, quemada, encerrada en un cuarto oscuro y húmedo, sin comida ni agua. No era un castigo para corregir; era la mano de una verdugo contra la inocencia.

       Toda la prensa de la ciudad de México se abocó al suceso: La Patria, que hizo honor a su carácter opositor; El Monitor Republicano, liberal y mesurado; El Siglo Diez y Nueve, moderado y analítico; La Voz de México, conservadora y dramática; la muy seria y positivista La Libertad; por referir algunos. Hasta el reconocido escritor Enrique Chávarri (Juvenal) le entró a comentar la situación, aunque sin tomar postura alguna al respecto:

[…] se pintan con los más negros colores los detalles de los martirios a que la infeliz criatura estaba expuesta en manos de su verdugo; se llama la cólera del cielo en apoyo de la justicia humana para castigar el crimen. En fin, las gacetillas han tenido un párrafo de sensación, la crónica criminal, algo con que aumentar sus sombríos anales. (El Monitor Republicano, México, domingo 30 de junio de 1878, p. 1).

Durante una semana, todo mundo especuló, siendo muy pocos los que sabían el nombre de las involucradas, Guadalupe o Petra Martínez de Bejarano, la malvada del cuento, y Margarita o Casimira Juárez, la sufrida e infortunada niña. Que la presencia de la Bejarano provocara indignación aun entre las presas de la cárcel de Belem, no fue novedad para nadie. Que le gritaran y amenazaran con matarla, implicó que le impusiesen compañía de apoyo permanente.

       El 3 de julio comenzaron a pulular los detalles. Fue el médico de cárceles quien dio los primeros informes al redactor del diario El Monitor Republicano. Según rumores, semanas atrás un coronel X sacó del hospicio a una joven de nueve o diez años, con el propósito de que pasara a la casa de la señora N, donde debía trabajar como doméstica. En efecto, ahí estuvo un tiempo hasta el señalado día 24, cuando se le rescató, previa denuncia de “algún interesado”. En un cuarto inmundo, en medio de la basura, el cieno y sabandijas, yacía la niña en el suelo, ligada de la cintura con una cuerda que estaba fija a un clavo.

       Al inquirir la policía a la señora Bejarano, adujo ésta que Casimira no sabía hacer las faenas de la casa, de manera que tuvo que castigarla con azotes, ligaduras de brazos y piernas; aparte de que le quemaba las zonas pudendas con una tea de ocote, y la dejaba sin alimento alguno durante tres o cuatro días.

       No era extraño, por ende, que el reconocimiento sanitario a la víctima resultara patético:

[…] la encontramos en un deplorable estado; lívida y demacrada, más bien parecía un cadáver que ser viviente: su cabeza cubierta con un abundante pelo enmarañado y lleno de basura y lodo; el color de su cara desaparecía bajo una espesa capa de lodo, de todo su cuerpo se desprendía un fuerte olor nauseabundo; en la espalda, cerca de uno de los hombros, tenía una extensa llaga que dejaba descubierto el hueso, y que provenía de las rozaduras de las cuerdas con las que el cuerpo había sido suspendido, todo el brazo izquierdo supurando, con varias aberturas por donde salía el pus en abundancia; en los brazos y piernas, las escoriaciones consiguientes a las ligaduras; en las partes pudendas una amplia y profunda quemadura. Todas estas lesiones unidas a la abstinencia de alimentos, tenían a la joven en un estado próximo a la muerte, y habría sucumbido si no se la hubiese asistido con la oportunidad que se hizo.

Guadalupe Martínez de Bejarano era mujer de posición y antecedentes de primera ante la sociedad capitalina. No era aristócrata, pero gozaba de recursos –se decía-. No tenía motivo, entonces, para solazarse con una criatura angelical. ¿Qué se escondía en ella? Acaso se podría decir eso de que:

Con comer se quita el hambre,

con beber agua, la sed;

con dormir se quita el sueño …

¿y lo tarugo con qué?

Pero no era el caso, había que buscar por otro lado. Quizá todo era parte de la disolución social que ya se vivía en México, como lo señalaban también las demás calamidades que afligían a México, entre ellas la circulación de moneda falsa, el contrabando de diversos productos, la tolerancia al juego, la multiplicación de cantinas abiertas a toda hora, los robos y la falta de seguridad, las elecciones fraudulentas, la contaminación y las inundaciones, por referir algunos de los males que eran voz común en las noticias de la prensa de la época.

       Los rumores iban y venían. Para el 9 empezó a circular el rumor de la muerte de la niña, a la que La Patria le cambió el apellido: Casimira Fernández. El 14, este mismo periódico refirió que la mujer verdugo, monstruo infame, gozaba de la protección del general Ignacio Mejía, uno de los hombres influyentes en la milicia y en la política mexicana de esos tiempos. Luego, del martes 16 al jueves 18, tanto El Monitor Republicano como La Patria desmintieron ambas noticias, pero confirmaron que iniciaba el justo castigo para la harpía, pues no sólo se había concluido la causa y se alistaba el juicio por jurado, sino que también algunos ladrones entraron a la casa de la reo para despojarla de sus pertenencias. Sólo los católicos del periódico La Voz de México exigieron que las autoridades recobraran lo robado, para que se devolviera de inmediato a su legítima dueña.

       Valentín Canalizo fue el juez instructor, mientras que la defensoría quedó en manos del hábil Luis G. de la Sierra. Esto último provocó la desconfianza en ciertos sectores, que vislumbraban una posible exoneración. El gacetillero de La Patria marcó la pauta a considerar, cuando afirmó lo siguiente en la edición del 18 de julio: “Si el jurado de calificación declara sin culpabilidad a la reo, merecerá paja y cebada por el almuerzo. Nada de piedad, nada de consideración para la autora de tan gran delito. Que pague caro su crimen esa harpía, y quede satisfecha la vindicta pública.”

       Sierra se curó en salud, por supuesto, a través de un remitido que dirigió al Monitor Republicano. Refirió de entrada que él no tenía la culpa de ser abogado criminalista, ni de que la Bejarano lo hubiera elegido debido a su calidad de defensor de oficio. Así, no mediaba ninguna relación de amistad, sino sólo un estricto apego a un derecho constitucional. De manera que, en esta acción, él tenía que actuar con responsabilidad, aunque no con el vigor que debería mostrar si tuviera la convicción íntima de la inculpabilidad de su representada. En efecto, la sabía culpable, mas ello no quería decir que se le dejara a la deriva, condenada por el odio, por la emoción y el rencor, y no por la razón.

       Sobre esta base también, criticó el papel que la mayoría de los periodistas habían asumido en el caso, condenando a la señora Bejarano al encono social, al describirla como un monstruo, un animal salvaje, fiera indigna y demás epítetos denigrantes. Preocupar así a la opinión pública no era ni humanitario, ni piadoso, ni justo, ni liberal, ya que hasta que no se presentara al tribunal del pueblo y se le declarara sujeta a condena, la procesada no era más que una simple inculpada.

       El argumento de este oficiante provocó la respuesta a favor de diversos sectores, los cuales apelaron a la moderación y el respeto irrestricto a las leyes, aunque no faltaron los grupos que exigieron un castigo ejemplar, como el de la horca. Finalmente, la  nueva noticia de la muerte de la niña y el resultado de la autopsia, dados a conocer el sábado 20, no hizo sino incrementar la presión de los radicales.

       De acuerdo con el certificado suscrito por los doctores Liceaga, Buiza, Romero y Salinas, el cuerpo de la niña sacrificada estaba cubierto por equimosis producida por los golpes que recibió. Luego, sus axilas tenían profundas lesiones, las que llegaban hasta el hueso, ocasionadas por el lazo del que la colgaban; además de que tenía profundas quemaduras en los puños, en los empeines y en el vientre.

       Ante tal horror, cualquier sentencia sería poca, coincidieron muchos. En el entendido de que el caso ofrecía muchas lecturas, no tardaron en presentarse dos tendencias al respecto: la morbosa y la educativa. Para cumplir ambas y con pretextos diferentes, varias señoras y algunas señoritas acudieron ante los redactores de La Patria, para pedirles que solicitaran el apoyo de todos los medios en torno a una propuesta específica: que el juicio tuviera lugar en un teatro que asegurara una concurrencia numerosa. El diario lanzó sin demora tal solicitud, misma que tuvo eco entre la mayoría de sus colegas, destacando en este sentido el respaldo del Foro, uno de los órganos de los abogados.

       La contra la dio Francisco Gómez Flores, editorialista, quien, oponiéndose al sentir de sus compañeros de La Patria, hizo hincapié en los inconvenientes de semejante medida. Dijo así en su sección “Revista de México”, del domingo 4 de agosto:

Con motivo del crimen perpetrado por la Bejarano en la niña llamada unánimemente mártir, se ha descosido la prensa en recriminaciones, improperios, denuestos, súplicas al juez que conoce de la causa, peticiones para que el jurado que ha de calificar el hecho se verifique en un teatro, donde el público pueda saborear a todo su placer las angustias de la delincuente. Esto me parece a todas luces nocivo. Jamás se debe prevenir desfavorablemente a un juez hacia un reo; porque así se da lugar a que se tuerza la justicia, por satisfacer la voluntad general. Yo no digo que la Bejarano sea o no culpable, me contraigo únicamente al hecho pernicioso de influir en el ánimo del que debe dictar una sentencia en materia criminal. La justicia debe ser recta, y obrar con entera imparcialidad y cordura. La prensa, en los casos como el de la Bejarano, suele traspasar la esfera de su acción, internándose en regiones que le son completamente extrañas. Refiera los hechos; pero deje en libertad a los que deben juzgarlos a la luz del Derecho y la Moral.

Cabe decir que, para esta primera semana de agosto, ya se esperaba que el caso sirviera no sólo para imponer un castigo severo, sino también para que el sistema judicial mexicano recuperara algo de su dignidad perdida, tan a la baja ésta por diversos fallos contrarios al bien general, en los que se privilegiaba a los culpables y se reprimía a los inocentes.

       Sin embargo todo estaba en veremos. Lo que sí se definió como un hecho concreto y favorable, fue la disposición que ordenó el presidente de la República entre el 22 y el 23 de julio, para que se modificara el reglamento del Hospicio de Pobres, de manera que ninguna niña pudiera separarse del plantel sin el acuerdo previo de la Junta Directiva de Beneficencia. Ello sí que implicaría contar con sólidas garantías al respecto, señaló El Monitor Republicano el 25 inmediato.

       Con el ansia a flor de piel, la sociedad mexicana anhelaba a principios de agosto que se desarrollara ya el juicio contra la “infame”. Y sin embargo, la espera sería larga. Desde entonces, no obstante, ¡quién lo dijera!, no faltaría el que muchas otras mujeres se convirtieran en unas Bejarano cualquiera, según el sentir de los periodistas, claro está.

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