I
A través de nuestra historia reciente, el pulque ha sido una de las bebidas más vilipendiadas y amenazadas por el gusto aristocrático, por la moda y los giros de la alta sociedad, quienes la han hecho modelo y símbolo de las borracheras y los vicios capitalinos. No en vano, mediante presiones de distinto tipo, han influido en las autoridades civiles para que dicten medidas contra su distribución y su consumo.
Cabe decir, no obstante, que muchos de estos ataques no son nuevos, ni tienen que ver solamente con cuestiones de salubridad o de interés social, sino con intereses mercantiles específicos. Recordemos por ejemplo que, durante el periodo de la Colonia o virreinato novohispano, los comerciantes españoles pedían que se condenara tal bebida como nociva y prohibida, para darle entrada a los vinos y caldos que ellos traían de Europa. Esto, pese a las múltiples voces que pregonaban las bondades curativas de tal producto, fuese untado o bebido. Al respecto, en su Historia general de las cosas de la Nueva España, decía fray Bernardino de Sahagún que no había nada mejor que ponerse unas gotas de pulque serenado, para eliminar el dolor de los ojos; o bien, bebido, era excelente para curar la tos. Sus efectos se potenciaban cuando se le mezclaba con determinadas hierbas.
En un principio, las autoridades de la Nueva España no hicieron mayor caso de la oposición en contra del pulque, aunque sí fijaron penas contra los ebrios y buscaron vigilar la calidad del neutle. Luego, para mediados del siglo XVII, el virrey duque de Alburquerque estableció el primer impuesto especial para tal líquido.
Los críticos aumentaron sus quejas a partir del año 1692, cuando se consideró que dicho producto era la causa directa de los desacatos y motines ocurridos el 8 de junio en la ciudad de México, donde indígenas, mulatos y castas ofendieron a las “familias honestas, a la santa religión y al benigno y justo monarca.” De acuerdo con diversos documentos de Reales Cédulas sitos en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional de México, un comité de doctos pidió al virrey conde de Gálvez que no sólo suspendiera la entrada de tal bebida a la capital novohispana, sino que ordenara su prohibición total.
Reconocían que el jugo simple y naturo del maguey tenía propiedades benéficas indudables para la salud, eso siempre y cuando se ingiriera con templanza; sin embargo, tal propiedad no existía si estaba en mezclas, confeccionado con raíces y cal. En esta última situación, su consumo excesivo era causa de hechicería, idolatría, robos, asesinatos, incestos, adulterios y sediciones, como había ocurrido apenas, pues, según ellos, la carestía y la falta de granos que se habían pregonado no eran más que pretextos villanos.
Ya para el siglo XVIII, las autoridades tenían claro que el aporte de los impuestos pulqueros era sustancial, de manera que más que prohibirlo, había que estimularlo, aunque sí era pertinente dictar normas para regular su consumo, lo que implicaba determinar el número de pulquerías, los horarios de venta, extensión y sitios de las tierras de cultivo, penas a contraventores, manera de despacho, modo de trabajo de las veinticuatro pulquerías para hombres, modo de trabajo de las doce pulquerías para mujeres, etcétera.
No obstante, en la década de 1760 se dio otra andanada grave contra dicha bebida, ahora por el interés de legalizar el chinguirito, circunstancia tras la cual andaban diversos productores de caña, así como varios funcionarios civiles y religiosos. Sobre tal base, en noviembre de 1767, los doctores José Vicente Maldonado y José Tomás García del Valle manifestaron que, el pulque, era una de las bebidas más nocivas que la malicia humana había discurrido contra la propia salud: esto porque su acidez producía flujos de sangre, disenterías y diarreas, en tanto que sus mezclas con agua salitrosa, cal, chapopote y ciertas hierbas, provocaban la obstrucción de los vasos excretorios y la hidropesía.
En cambio, el limpio aguardiente facilitaba el movimiento circular de la sangre y ayudaba a combatir los efectos de los rayos del sol y de los vapores subterráneos, causantes de espasmos, fiebres lentas, tercianas, sudores, vómitos negros y otros males. En febrero inmediato, el arzobispo de México ratificó los asertos de aquéllos al afirmar que el pulque no era conveniente ni para la economía, ni para la sociedad, ya que no pasaba de ser una sucia bebida de indios, aparte de que estreñía el vientre y coagulaba los humores, hechos que no facilitaban la apertura de costumbres.
A la contra, los defensores, como el conde de San Bernardo de Xala, argüían que las trabas que se implementaban para evitar el consumo pulquero, no eran sino hechos de gente ignorante, de personas incapaces de entender que el único inconveniente de tan benéfica bebida no era su uso, sino su abuso. En suma, el inconveniente del pulque no era médico en términos estrictos, sino social. ¿Por qué razón? La respuesta era sencilla: se trataba de la bebida de deleite de los indios, y como éstos eran menores de edad, pupilos que no discernían ni sabían cuándo parar en el consumo, culminaban viviendo para beber, y no bebiendo para vivir, lo que sin duda afectaba el servicio de Dios, la conservación de la fe, el servicio del rey, el bien común, el aumento poblacional y las rentas reales, por supuesto.
Aunque la producción de chinguirito se legalizó el 19 de marzo de 1796, el pulque también se mantuvo a la alza, debido sobre todo a la protección de que gozó en términos oficiales. No en vano, si hacia 1761 la Real Hacienda recibía un impuesto anual de alrededor de 66 mil pesos por semejante rubro, tres años después ya era del doble, mientras que para 1785-1790 el promedio era cercano a los 300 mil pesos. Según el viajero alemán Alejandro von Humboldt, en 1803 la recaudación por este producto ascendió a los 8oo mil pesos. ¡Vaya que esto le ha de haber extrañado al autor del Ensayo político sobre la Nueva España, tratándose de una bebida que le supo a carne podrida!
II
Considerandos más, vanidades menos, el pulque salió de esas lides y de ese periodo colonial bien librado, convirtiéndose durante el México Independiente decimonónico en la principal bebida alcohólica nacional. Con ello, su problemática social siguió presente. Era sana, a no dudar, sin embargo, como no se degustaba con moderación, su existencia terminaba por ser trágica en cuanto a progreso, avance y paz, como se podía entender muy bien en el pregón del mal artesano que se hizo famoso en 1848, de acuerdo con el periódico El Eco del Comercio:
Domingo, a la pulquería,
lunes, nueva borrachera,
martes, riño a la casera
y bebo con alegría.
El miércoles, todo el día
trabajo, no con exceso.
El jueves sí, duro y tieso,
el viernes aún me desvelo.
Y el sábado ¡qué consuelo!
A rayar … Domingo empiezo.
Por si fuera poco, para la segunda mitad del siglo XIX los productores de tequila también enfocaron sus objetivos contra la eliminación del pulque, con el propósito de darle entrada y aumento a su industria, a la cual consideraban como uno de los mejores prospectos de la “moderna” agricultura que se desarrollaba en el país.
De los múltiples debates que se dieron en esos años sobre las bondades y perjuicios del elixir de la diosa Xóchitl, destacan los del primer periodo presidencial de Porfirio Díaz, momento en el que, a través de la prensa, se le exigió a él y a las autoridades capitalinas que tomaran cartas en el importantísimo asunto de la moralización de la sociedad. Así, cuando se dio el reglamento sobre la expedición y venta de pulque para la ciudad de México, día 30 de marzo de 1878, no tardaron en surgir posturas a favor y en contra, las que se discutieron en el mes inmediato.
Los redactores de La Bandera Nacional, El Monitor Republicano y El Siglo Diez y Nueve, avalaron sin duda el que se establecieran requisitos concretos y rígidos para la apertura de nuevos locales de venta, como el de que debían estar fuera del primer cuadro urbano, sin olvidar las sanciones estrictas contra los que violaran los horarios de servicio, entre otras disposiciones.
Por su parte, de los críticos de tales medidas, destaca Clemente Villaseñor, articulista de La Patria. En su opinión, tal reglamento era contrario a la Constitución, además de atentatorio de las leyes liberales y sociales, toda vez que “a nadie se le puede impedir que emprenda un trabajo útil y honesto, ni ponerle trabas respecto del lugar y de tiempo.” Agregó este escritor que sus protestas iban también contra los avisos semanales respecto al número y nombre de los empleados y jicareros, así como contra la eliminación de bancas y asientos en los locales, sin dejar de lado el asunto de la renovación de la patente anual; enfatizaría, por supuesto, que todo ello no implicaba defender al pulque, sino apelar al respeto del derecho, mismo que en ese momento era motivo de un ultraje flagrante. ¿Por qué el gobierno mostraba una marcada hostilidad contra uno de sus giros más rentables? ¿Por qué se atacaba una actividad y una bebida que no tenía nada de inmoral, nefasta o perjudicial, y sí mucho de agradable, proteínico y curativo? Además, si se trataba de corregir un supuesto mal, las acciones pertinentes no eran las de la represión, sino las de la educación. Sólo la educación podía transformar los hábitos y las costumbres, cualquiera que fueran.
Una vez más, el pulque salió bien librado, al extremo de que en 1891 los hacendados productores se organizaron en la Compañía Expendedora de Pulques, no sólo para tratar de incentivar su industria, sino también para asegurar el control de todos los expendios ubicados en la gran y antigua Tenochtitlan. Conviene precisar que en 1911, mientras el país se sumía en la gesta revolucionaria contra Porfirio Díaz, dicha Compañía montaba laboratorios para analizar las propiedades de los aguamieles y pulques, con el propósito de utilizarlos en diversos productos de limpieza y medicinales, entre otros.
No lo lograron. Y tampoco evitaron la debacle que les impuso el grupo armado dirigido por Venustiano Carranza. En efecto, con la entrada de las huestes obregonistas a la capital de la República en agosto de 1914, vino también la prohibición de introducir el pulque a ésta, con el objetivo de disminuir su “nefando consumo entre la clase popular” y evitar desórdenes con las tropas.
Aunque en un inicio la disposición se mantuvo alrededor de dos meses, los daños económicos fueron considerables para los hacendados, jornaleros, comerciantes, empresas ferrocarrileras y el propio fisco, que tenía en el ramo una de sus principales aportaciones. En su libro El rey del pulque, Mario Ramírez Rancaño asegura que tal prohibición se repitió de diciembre de 1915 a mayo de 1916, ahora para disminuir los perjuicios de una epidemia de tifo.
A partir de ahí, los daños se multiplicaron y ya no se detuvo la caída, y menos cuando los gobiernos constitucionalistas hicieron suya la bandera antialcohólica, montando con ella parte importante de sus campañas contra los porfiristas, los huertistas y demás elementos del llamado “mal gobierno.” Adujeron que el consumo de alcohol, las corridas de toros y los juegos de azar, eran algo nocivo que se tenía que combatir para alcanzar, por fin, el sueño del progreso. Culpable de crímenes, vejaciones, violencia y explotación, el pulque en específico era una bebida maldita -afirmó José Vasconcelos-, a la que había que destruir si se quería salvar a la población del centro de México.
De entonces a la fecha, es cierto que no han faltado los esfuerzos para reivindicar al pulque, pero casi todos han terminado en fracaso debido a circunstancias tan diversas, que pueden ir desde cuestiones “secundarias” como el cambio en el gusto por la bebida, la burocracia oficial, la rápida corrupción del producto, hasta asuntos relevantes como el reparto agrario, la decadencia de los magueyales y la falta de inversiones estructuradas y alejadas del interés político inmediatista.