(Ésta es la crónica de un trámite burocrático. Tal vez suene repetitivo, pero así sucedió; no es ficción, sino un “caso de la vida real”.)
De existir el infierno, lo podríamos encontrar personificado en la burocracia; sus escondites serían las oficinas, donde los trámites tardan más de lo que debieran.
Hace poco encontré este lugar de los tormentos en las oficinas de la Comisión de Electricidad, sitas en el Centro Histórico de este mar de concreto en que ha devenido la Ciudad de México. Satanás hizo acto de presencia en forma de falla eléctrica, por lo que tuve que acudir a su guarida. Lo primero que hice en cuanto amanecimos en tinieblas, fue reportar la falla en la sede de la calle de Venustiano Carranza. La señorita que me atendió preguntó que por qué acudía en vivo y en directo al purgatorio, si podía hacerlo vía telefónica marcando al 071.
Le expliqué que no me incomodaba ir ahí, ya que vivía de hecho a unos cuantos pasos. Aceptó mi respuesta, pero comentó que era mejor hacer este tipo de trámites por teléfono. Quizá por ello sonrió cuando argumenté que si acudía en persona, la reparación tendría que hacerse más rápido. Le expliqué también que el mes pasado habíamos tenido el mismo problema, que hablé y que me resolvieron veinticinco horas después, a pesar de que me habían dado un tiempo de atención que iría de una a diez horas.
Estaba en la antesala del averno, mas no lo sabía. En fin, siguió el trámite y me dio un número de folio, no sin antes asegurarme que había ingresado mis datos por la vía rápida, de manera que en un lapso de cuatro a seis horas estaría resuelto mi problema. ¡Me emocioné, y salí pensando que a medio día ya tendríamos energía para iluminar lo más oscuro de cualquier vida!
Pasó el día y llegó la noche. No se presentaron. Ilusos, pensamos que el problema se resolvería durante el sueño. Amaneció y el sol nos alumbró, pero no teníamos ni luz ni fuerza. Volví a las oficinas del Tártaro, y en la entrada me encontré a la señorita Piña, quien tras el saludo de rigor me pidió que cogiera un turno de atención. Eran las nueve de la mañana, y como se supone que el horario de servicio es de las ocho de la madrugada a las cinco de la tarde, pensé que ya estaría fluyendo todo. Me senté en la sala y por mucho rato me dediqué a observar. Sentada en su silla, una señora oficinista atendía a un joven que estaba frente a ella; le ayudaba una de sus compañeras, la cual se hallaba parada a la derecha. Él les exponía que su negocio sufría fallas y que requería de una acción rápida. Le dijeron que su problema estaría resuelto en lo inmediato; le recordaron enseguida que les había prometido una comida, y que esperaban el momento en que se cumpliera ésta. El joven asintió y luego comenzaron a bromear.
Por fin, una de ellas me llamó y pasé a su lugar. Me preguntó por el asunto de mis pendientes y ahí voy, a explicarle largo y tendido: que tenía más de veinticuatro horas sin energía eléctrica, que ya había reportado el caso y que seguía sin solución. Tomó nota de mi número de servicio, y me dio un segundo folio, afirmando en forma categórica que ahí atendían más rápido, de manera que en un lapso que iría de una a diez horas, ya todo estaría resuelto. De no ser así, que llamara para presionar.
Se dieron las cuatro de la tarde y ni sus luces, por lo que decidí acudir otra vez a la oficina malhadada. Como llevaba la bicicleta de mi acompañante –la niña pájaro-, solicité dejar dicho vehículo en la entrada, mas el guardia dijo que no, que no estaba permitido. Sugerí entonces que la podría pasar cargando, y no, tampoco funcionó. Dijo que eran órdenes y que no estaba permitido. Me molesté. Le pregunté que si era humano o robot, y refirió con ironía que algo así, que se estaba actualizando.
—Probablemente se está atrasando –contesté-.
Nos regresamos y mejor solicité auxilio con los amigos, para que me permitieran hacer una llamada telefónica. Accedieron, y después de varios intentos por fin me atendió una señorita, la cual solicitó mi número de servicio para registrarlo. Después de eso le dicté el número de folio y le inquirí sobre el avance que tenía mi trámite. Me arguyó lo peor: que el número que me habían dado pertenecía a un reporte del mes anterior. Le reiteré que ese problema ya lo habían atendido, por lo que necesitaba la respuesta a la petición actual, la inmediata. Me explicó –amable, eso sí-, que lo más probable era que la otra señorita, por flojera o por lo que fuera, no había hecho más que copiar el folio susodicho. ¡Caramba, por poco y me dice que me vieron la cara de pendejo! ¡Méndigo chamuco, ahora sí que se burló de mí! En suma, lo siguiente fue que me generaran otro número de folio, con la respectiva certeza de que en el transcurso de la tarde estaría resuelto, y que si no, que volviera a llamar. “El infierno está lleno de buenas intenciones”, pensé y aludí al refrán.
Llegó el siguiente día, sin luz. Fuimos otra vez con los amigos para realizar el reporte vía telefónica, y cada diez minutos o más, una contestadora automática me avisaba que los ejecutivos se encontraban ocupados, atendiendo otras llamadas. Cuando me contestaron, la señorita se llevó casi un minuto en presentarse; luego me solicitó los datos: número de servicio, dirección, entre qué calles se encuentra el domicilio, que si ya descarté una falla interna –la de ellos no-. En suma, le di todos los datos y me pidió que esperara, pero justo cuando me iba a dar el nuevo folio se terminó la llamada, como que ya habían pasado más de dieciocho minutos y tienen un tiempo límite. Volví a llamar, pasaron otros quince minutos y no respondieron; volví a intentar, y después del cuarto intento por fin contestaron. Se trataba de la misma señorita, la de la tranquilidad parsimoniosa. Como si fuera una maldición, me pidió otra vez los datos, sin que le importara mi queja de que ya se los había dado. Me generó otro folio, y afirmó que en un periodo de una a diez horas todo quedaría solucionado. Le agradecí su paciencia, y colgué para esperar el siguiente día, aunque ya sin ninguna confianza al respecto.
En el cuarto día de esta espera del infierno, decidí acudir nuevamente a la guarida de Belcebú. Me recibió la señorita Piña, muy sonriente a pesar de que le pedí hablar con el gerente. Previa pregunta, le expliqué que sus compañeros no me habían resuelto nada, por lo que quería ver a alguien con más autoridad. Tomó mis datos y se alejó por más de veinte minutos, lo que me dio tiempo para pensar en muchas escenas de Condenada, el libro de Chuck Palahniuk, donde Madison Spencer va haciéndose de poder para derrotar al mismísimo diablo, después de pasar por mares asquerosos y a los que, después de todo, termina acostumbrándose. Luego recuerdo la película cubana La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea, donde una señora queda viuda y debe realizar un trámite junto con su sobrino; dicho trámite se convierte en un calvario, porque el documento que le hace falta está enterrado junto con el difunto. Es delirante el papel de la burocracia. “¡Oh, seres más desafortunados que cualesquiera otros miserables!”. Qué lúcido es Dante en La divina comedia.
En la antesala de los nueve círculos del infierno, mi acompañante la niña pájaro hizo un cuestionamiento: como en los muros y columnas había papeles pegados que señalaban la prohibición de usar cámaras fotográficas, cámaras de video y teléfonos móviles, entonces ¿por qué el joven oficinista estaba usando su teléfono, aparte de que había cámaras de vigilancia por todos lados? Le respondí que era muy probable que estuviera prohibido sólo para los visitantes, ya que muchos de éstos podrían grabar la ineficiencia de semejantes servidores públicos, lo que daría pie a infinidad de denuncias o quejas con pruebas fehacientes.
En ese momento, llegó una señorita encargada de la limpieza. De seguro sufría de algún problema en los pies, porque renqueaba, caminaba lento, pero incluso así cumplía con sus encargos: llevaba un vaso de plástico con un jugo verde –de alfalfa al parecer-, el cual entregó junto con un popote a una señorita oficinista. Igual, un joven se acercó y vio hacia el fondo en actitud sospechosa, supuse eso porque el guardia en turno se acercó y se puso en la puerta, viendo de reojo lo que pasaba a su alrededor. El joven se sentó junto a nosotros y nos preguntó si esperábamos a la señorita Piña; le dijimos que sí, pero que ya había tardado. Ante ello, sonrió y decidió esperar, aunque no mucho. Un buen rato después, apareció la señorita Piña y se acercó a nosotros, para comentar que el problema se resolvería por fin entre las tres y las cinco de la tarde. Le pregunté que si no sucedía así, ¿qué debía hacer? Me respondió que debía regresar para insistir. Como le hice la observación de que después de las cinco de la tarde ya no había servicio, reaccionó y notó que su respuesta había sido automática, de manera que rectificó: “pues si a las cuatro y media no se ha resuelto, venga y pase directamente con el gerente”.
Nos despedimos y nos retiramos. El cielo se puso gris y comenzó a llover. ¡Rayos! Hora y media después dejó de llover. Eran las cuatro treinta, y nada que hubiera regresado la luz. No hubo opción, y decidí volver al escondite de Zacarías. En el camino, nos encontramos dos camionetas de la compañía de luz, y como el semáforo estaba en rojo, me animé a interrumpirlos. Rápido, les dije lo que sucedía y me refirieron que debía tratar el asunto directo en las oficinas, o bien llamar al teléfono en cuestión pues ellos no podían hacer nada. Al llegar a la oficina, pregunté sin éxito por el gerente y luego por la señorita Piña, que también ya se había ido, dizque a eso de las cuatro. Ni modo, tuve que tomar mi turno y esperar a que me atendieran. Por fin, me llamó el joven del teléfono y le expuse el caso a contracorriente, debido a que le entró una llamada amorosa a su móvil. Después de atender el llamado de la selva, confirmó sin falta que el gerente se había retirado, pero que él podía ayudarme. Así, revisó el número de folio y confirmó que estaba “en atención”, por lo que podía ser que me atendieran en una hora o durante el resto de la tarde.
—–¿Y si no pasan hoy? –inquirí-.
—–Venga mañana y pase directamente con el gerente [me señaló el lugar que ocupaba], coméntele que ya pasó con todos nosotros para que no lo rechacen.
Tras guardar el recibo, me marché desanimado. No creía nada.
Se dieron las cinco cuarenta y cinco, teníamos una tormenta encima y la comida en el plato. De pronto, se hizo la luz. ¡Qué emoción! ¡Qué gusto! Salí de inmediato para preguntar a los técnicos sobre las causas de la falla. Sencillo: “la pastilla anda fallando, y si no se cambia, el problema persistirá”. Como ellos cobraban 300 pesos por ese trabajo, nosotros teníamos la última palabra. La pastilla era aparte, por supuesto. No obstante, nos dieron otra opción: contratar un electricista y esperar a que supiera del asunto y resolviera lo necesario.
Con la desesperación, decidí que era mejor salir a comprar la pastilla y que la colocaran ellos. Tuve que correr, con todo y lluvia, pero no me importó pues ya me urgía tener luz. Quince minutos después les entregué la pastilla y vi volar mis trescientos pesos. ¡Gracias por la espera!
Con el disfrute de la energía eléctrica, ya pensé las cosas en forma diferente y hasta me di el lujo de reflexionar. ¿No sería conveniente que en la entrada de las oficinas de la burocracia gubernamental pusieran un letrero, con la leyenda “Bienvenidos al Infierno”? Sobre esa base, ya uno decidiría si entraba o no. Vale decir que esto involucra a toda nuestra República, y no sólo a la Ciudad de México. No hay que ser injustos, digo yo.
Por desgracia, también en los círculos particulares están presentes tales prácticas, dígalo si no un negocio de serigrafía de Santo Domingo, donde me cobraron como si fuera millonario y me trataron peor que a un esclavo, sin recibir nunca el trabajo que les encargué. El negocio se hace llamar Impresos finos (calle Belisario Domínguez 77-B), al frente del cual están tres mujeres, cual más avezada en el discurso del pretexto y el engaño.
No cabe duda, al averno se le puede encontrar a ras de piso. ¿Eres tú, Satanás? ¿Tienes prisa? ¡Qué infierno!