Reflexiones sobre el libro La Ciudad de México y su merolico

Publicado por

Alejandro Olmedo

Merolico adquirió séquito, auge, estruendo, popularidad y favor en el vulgo de las gentes.

Francisco J. Gómez Flores, El Monitor Republicano

Con este epígrafe cuento, de alguna manera, el final de la historia, pero ahora voy a detallarla.

         Buenas tardes, muchas gracias por estar aquí con nosotros en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

         Como expuso la licenciada Adriana Rodríguez, nuestra anfitriona, he tenido el placer de trabajar con el historiador Jesús Guzmán Urióstegui en un complejo primer tomo de lo que prácticamente será una enciclopedia histórica y antropológica sobre el estado de Guerrero editada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, y por esa conocencia y ese trato no solo nos hemos hecho amigos, lo que para mí es un honor, sino también me ha invitado a presentar ahora uno de sus libros: La Ciudad de México y su merolico (1879-1880), publicado por la Editorial Los Reyes.

         Esa obra, dedicada a Liborio Villagómez Guzmán, de la Biblioteca Nacional, tuvo uno de sus orígenes en esta maravillosa Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada.

         Para empezar, Guzmán Urióstegui apunta la coincidencia entre la palabra, ya acuñada desde el siglo xviii, de merolico y el apellido de un suizo, “cirujano dentista”, que lo parecía, el doctor Raphael J. Meraulyock, pico de oro, que demostró, antes de sus ciencias, el movimiento recorriendo el mundo: “Bendurico, quién te dio tan grande pico”, recuerda en consonancia Guzmán Urióstegui versos que su madre cantaba.

         Del ropero de la historia, como lo llama el autor del Merolico, se concluye que nuestro personaje provocó un cambio inmediato en las discusiones médicas y educativas de la sociedad mexicana. Llegó al país imprevistamente, con 40 años de edad, con la tarea de liberar a la hija de un hechicero hindú, Heva, con hache, a quien un inglés había secuestrado, para lo cual ya había recorrido mundo, como digo.

         Cuando arribó a la capital del joven México, lo hizo vendiendo específicos para combatir diversos males, y extrayendo, con la mano, sin aparatos, piezas dentales al por mayor: la friolera de 300 el 23 de octubre de 1880, a veces gratuitamente, en favor de los menesterosos, en ocasiones cobrando módicas cantidades, según rezan anuncios en la prensa pagados por él. En las discusiones en la prensa sobre la confiabilidad o no de sus procedimientos y tónicos los reporteros hacían figurar su nombre con los de los doctores Lavista, Liceaga, Montes de Oca, Carmona y Valle, Andrade, Lucio, Martínez del Río y Río de la Loza.

         El libro de Jesús Guzmán Urióstegui está escrito como un puntual y documentado diario de la vida de Merolico en la Ciudad de México, y de la vida cotidiana (“costumbres rutineras” las llama el autor de la obra) de esta capital, entre agosto de 1779 y junio de 1880, donde se tratan los males a los que se enfrentaba aquel, como las borracheras de personajes con “garganta de peso, estómago de puerco y cabeza de asno” y los estigmas de esta que nadie atendía, como la inseguridad, la vida constitucional del D. F., el mal alumbrado, la destrucción de los arcos de Belén, las señoras del “supuesto —dice Guzmán Urióstegui— mal vivir”, los suicidios, los papeleros (voceadores), el mal estado del atrio de Catedral, la libertad de imprenta, los espectáculos populacheros como títeres, tandas, suertes, la embriaguez y la portación de armas de fuego, la Alameda, llena de bote en bote (léase “completamente llena”) de inmundicia, y, en el ámbito nacional, la Guerra de Castas en Yucatán, todo ello con el trasfondo de la lucha electoral —“logogrifo pavoroso” la califica el autor de este libro— de la primera sucesión presidencial de Porfirio Díaz.

         La Ciudad de México requería soluciones de gran envergadura, mientras que buena parte de la salud de algunos de sus incautos moradores se aliviaba con emplastos, tónicos y baños ferruginosos, amén de las cirugías que ofrecía, en una carretela —la carreta del juglar—, con el auxilio de un ujier, el hombre de lentes oscuros, pantalón de ante amarillo, levita de terciopelo azul celeste, adornada con encajes “de 5 centavos el metro” según la prensa que lo hacía menos; levita, digo, tachonada de medallas (ganadas “en los combates de la ciencia”) y cruces, bota federica y sombrero blanco, llamado Merolico, “médico revolucionario en la terapéutica del magnetismo”, el cual representaba un enigma, una sorpresa, pero también una ilusión. Además de sus dotes hipocráticas, tenía la de atravesarse el pescuezo con una espada, o con puñales, que son personajes en esta obra: la prensa afirmaba que “se sajó un dedo, que sanó ante el público”. Su medicina, según algún periódico, era mero “teatro callejero”, que, con su andar permanente —no sin dejar de “hacer las 11”, es decir, tomarse un refrigerio a esas horas—, conformó una particular traza de la Ciudad de México. Merolico no era de escaparates menores: recorría todo el centro, prefería la plaza Mayor y lo cofinaron a la del Seminario. Tal vez por ser tan visible le pegaban tan duramente en la prensa.

         A propósito de personajes, hay dos en los que me quiero detener: uno, un ayudante de un médico que se separó de él sin dejar rastro; cuando su ex empleador lo halló dando consultas, se asombró: “Cómo, ¿tú doctor?”. “Vea el gentío por la ventana —le dijo el otro—: ¿cuántos hombres de talento ve ahí en la calle?”. “Uno por cada cien”, contestó el médico. “Pues usted atiende uno y noventa y nueve son pacientes míos.”

         Otro personaje, esencial, que tiene poco desarrollo en los archivos que interrogó Jesús Guzmán Urióstegui, es la hija de Merolico, que contaba con tres años de edad al llegar a la Ciudad de México. No hay mayores datos de su origen, como tampoco… Pero no adelanto vísperas.

         De regreso con Merolico, usaba anteojos porque, según un periodista, “armar [los ojos] de vidrieras, es poner cuando menos un embarazo a la curiosidad de los que desearan penetrar en sus adentros”. Nuestro personaje fue comparado con las hijas de la noche, por hacer “su negocio placentero sin importarles en la absoluto que los vecinos pusieron el grito en el cielo”, así como con Fausto y con el alquimista Althotas, maestro de Cagliostro; fue calificado, quizá por tener tantos seguidores, como “chistoso doctor”; tildado de parlanchín, charlatán, farsante, bribón, mentiroso, embaucador, pillo e incluso payaso.

         Tenía su proceder: espantaba el dolor con el trueno de una pistola al arrancar un diente o un colmillo, esto es, cuando liberaba a una u otra pieza del “gusano de la caries”.

         El caso de Raphael J. Meroulyok alcanzó —con su obra, Guzmán Urióstegui explica en parte por qué— no solo los periódicos de Orizaba, Puebla y la Ciudad de México, sino incluso el Diario Oficial, por la ley del timbre, que le exigía pagar por los menjurjes que proveía a la población azorada por sus verdades. Esto tenía que ver, desde luego, con un tema que gozaría de la atención de la población y de los legisladores durante la estancia de Merolico en México (más aún, parcialmente su caso la propiciaría): el de la libertad de profesiones.

         A los ataques que sufrió de sus competidores hacedores de aceites, pócimas y remedios, y de periodistas, no faltó quien en la misma prensa se preguntara cuál era la diferencia entre Merolico y un político: estribaba —concluía el redactor— entre sacar las muelas y encajarlas.

         ¿Pero por qué el encono de los droguistas, de esos que expendían “infalible[s] antivenéreo[s]”, contra monsieur Meroulyok (“una cosa —explicaba el redactor de El Correo del Lunes— hace el mejor elogio de Merolico: la envidia y el odio encarnizados de sus cofrades”)? ¿Por qué el odio de los farmacéuticos que anunciaban remedios para todo mal y se prevenían de advertir: “cuidado con las falsificaciones”? La reputación de Merolico, si bien ganada a fuerza de audacia y de charlatanería, no distaba mucho de la obtenida por personajes que Paul de Kock y Henry Mounier retratan en una transcripción hecha por Guzmán Urióstegui (véase la página 124, donde se enumeran casos de embaucamiento de supuestos médicos europeos), aparte de que periódicos como El Monitor Republicano reproducían gran cantidad de anuncios de remedios con marcas estrafalarias algunas, engañosas las más, con los nombres de sus patentizadores, personajes que profesaban “ciencias” desde el magnetismo hasta la astrología. ¿Hace 140 años acusaban a Merolico de charlatán, cuando quien le “jugaba el dedo en la boca” al pueblo era Porfirio Díaz, y cuando hoy los fabricantes de botanas y brebajes se niegan a etiquetar sus productos con información certera?: “Si tiene la charlatanería de plazuela —apuntaba un periodista—, alivia en cambio hablando, a diferencia de muchos médicos que matan en silencio”.

         El hecho es que Meurolyok movía no solamente a sus clientes callejeros y a los más refinados que acudían a su consultorio, sino también a la sociedad: una pieza musical se compuso en su honor, un periódico burlesco se publicó con su nombre, una obra de teatro —no se sabe de qué autor— se montó para describir sus avatares y un muerto en Tlalmanalco se le atribuyó al dentista.

         El periódico El Doctor Merolico, que el historiador consigna en la página 176, con fecha 30 de noviembre de 1879, sólo apareció el 1, 4, 8, 11 y 14 de diciembre y, para gusto del lector, está parcialmente reproducido en el apéndice de la obra en comento, donde también se encontrarán páginas en que se escriben, en un idioma francés de la calle de Escalerillas de la Ciudad de México, palabras y frases como “don Pogfiguio”, “cugag todos los males”, “gaquítico” y “sabeg hablag”.

         En cuanto al teatro, de hecho hubo más representaciones: también un juguete cómico en un acto, El doctor Merolico; la obra El doctor Merolico para el teatro Principal, “guasa dramática, una merolicada de la escena”, y Doctor Merolico, obra de Brígido Caro, en el teatro Hidalgo el 29 de junio de 1880.

         Mientras que en lo que toca a obras de mayor linaje, ahí están las Memorias de Merolico, páginas arrancadas a la historia de su vida, de Filomeno Mata, que en la edición de Los Reyes escribe la introducción el propio Jesús Guzmán Urióstegui.

         Gustavo Campa, asimismo, compuso una danza para piano dedicada a Merolico.

Sé que Jesús Guzmán Urióstegui investiga minuciosamente, trabajando a mano, con la “laboriosa luz de la lámpara”, como diría Faulkner, utilizando fichas temáticas levantadas en archivos y bibliotecas, y arma sus libros con rigurosa dedicación, pero, insisto, a mano: por eso cada vez que puede se autodenomina, irónicamente, perezoso.

         Prensa, realidad, historia se confunden en la prosa de Guzmán Urióstegui. Veo en su dedicación a Merolico —que sí tenía el reconocimiento de las autoridades de salud de la Ciudad de México como dentista, y por cuyo ejercicio profesional, como apunté arriba, se animó el debate entre la libertad y la suplantación de profesiones: “Respétense los fueros naturales de la inteligencia”, se decía—; veo en ese gusto por su personaje, digo, una afirmación de su propia independencia como historiador y como maestro de historia, sabio profundo. No sólo eso: en el libro también tiene arranques de filólogo, como cuando explica la expresión ir al grano, relacionada con poner la mano a salvo de los picotazos del gallo, o cuando subraya la expresión propuesta por un periodista: sinvergüenzabilidad (más vale ser sinvergüenza / y nunca ser sindinero, apunta).

         Los remedios que Guzmán Urióstegui reproduce en anuncios de toda laya me hicieron recordar que en los tiempos de mi abuelo, nacido apenas 12 años después de cuando inicia la crónica de este libro, en Orizaba, una muchacha que ayudaba en la limpieza de la casa iba por la calle cuando se encontró con una tía mía: “¿A dónde vas?”. “A la botica a comprar caos”. “¿Y qué es eso de caos?”. “Pues —quería decir cápsulas— esas píldoras con vidriera”, contestó.

         Relumbran en la obra ciertos nombres como el de Ireneo Paz, Ignacio Manuel Altamirano, Ignacio Cumplido, Guillermo Prieto (quien dijo: “Merolico desvalija encías”), Manuel Rivera Cambas o Antonio García Cubas, pero Jesús Guzmán Urióstegui no los homenajea en el panteón de las celebridades sino los atrae a la tierra, a la crónica de todos los días, y los presenta de carne y hueso y en relación con Merolico.

         Merolico llegó a México, como se ha dicho, en busca de Heva, la hija secuestrada de un hechicero, y en Puebla, con motivo de la Exposición Artística e Industrial, con Porfirio Díaz a la cabeza y los arcos triunfales con que lo recibieron el domingo 4 de enero de 1880, la halló y la perdió fugazmente, no sin dejar de tomar la túnica y el turbante para, entonces, vender reliquias de Tierra Santa. Recuérdese que, ingenio, le sobraba: en Tlalnepantla presentó un “nuevo juego mixto de billar y de su invención”.

         Entre las noticias que este libro nos va dando están la supuesta renuncia de Manuel González a la candidatura a la presidencia, que resultó ser un borrego; la llegada en forma de una compañía telefónica; la publicación de la obra de Victoriano Agüeros, Escritores mexicanos contemporáneos, con 270 páginas y un tiraje de 250 ejemplares; la última ascensión de Joaquín de la Cantolla y Rico en su Vulcano: “subió mil y tantos metros” partiendo del jardín del Zócalo y descendió a los 15 minutos en el atrio de Catedral, en su parte occidental; el mal estado de éste; la presencia del tifo; la desnutrición de las arcas nacionales; las levas ficticias, precursoras del hoy secuestro exprés; la publicación, en 1880, de México pintoresco, artístico y monumental deManuel Rivera Cambas; los éxitos de las cantatrices Ángela Peralta y Rosa Palacios.

         Se perdió Merolico en junio de 1880, cuando el 27 serían las elecciones primarias. No sólo se perdió: se fue, hizo mutis, agarró camino, se peló por la huizachera, dice Jesús Guzmán Urióstegui con alegre estilo narrativo.

         Merolico, que había anunciado su salida de la Ciudad de México, está en Orizaba, según nota del 26 de junio de 1880. Nigromantes, prestidigitadores, magos lo sucedieron aquí, donde dejó acreedores, entre ellos un agiotista: es decir, afirma Guzmán Urióstegui, fue tiznado el carbonero. En Córdoba, en hojas sueltas, hay menciones menores y aisladas sobre su persona, ya casi siempre desgraciadas.

         Tardíamente en la vida de Merolico, precozmente en la historia, este anuncia, respecto de sus boticas (es decir, de sus medicamentos), que “se venden los secretos que las componen”.

         Yo recomiendo leer este libro de Jesús Guzmán Urióstegui como se lee a los clásicos: viendo detenidamente sus notas, admirando y recorriendo sus ilustraciones y pies, buscando los nombres actuales de las calles que menciona y oyendo siquiera una parte de las piezas musicales que cita, cotejando los términos de época, indagando el significado de los dichos.

         Así concluye este libro, bien cuidado editorialmente, animado por una buena prosa y por pormenores de la vida en México en los años en que Díaz salió de la presidencia para seguir en ella con su compadre Manuel González. Así concluye el libro, con la noticia de la muerte, veintiocho años después de este periodo, en 1908, de Merolico, en lejana población de Bélgica, y con la incertidumbre de lo que pasó con su hija, quien, al parecer, se quedó en Orizaba en 1880.

Cae el telón.

Muchas gracias.

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