Extraños interludios

Publicado por

Carta de un amor a la deriva

                                                                              Rober Díaz, 2017

DO:

Eres más que esa zona contaminada en la que me quedé cuando te fuiste.

Pensé que no volvería a escribir tu nombre, y que de muchas maneras ya había enterrado en mi recuerdo la forma de tu cuerpo, los movimientos que desencadena. Siempre pensé que en ti habitaban dos naturalezas: una que se manifestaba en cada uno de tus actos, extraña sincronía no calculada muchas veces por tu mente, que te volvía rotunda y sin ambigüedades, bella a secas; y otra, que era una actitud errabunda y empecinada –ahora entiendo un poco más el porqué– por problematizar todo lo que a su alrededor se encontrara, para hacerse daño a sí misma, siempre.

       Cuando quería describirte, terminaba por ser derrotado, y no porque todos estos artefactos que te rodean me parecieran imposibles de ser entendidos, sino porque esa segunda naturaleza, la problemática, la que mucho encierra y se deja encontrar sólo en pequeños detalles, termina siendo una especie de trampa, como esas trampas camuflajeadas que existen únicamente en selvas inhóspitas, trampas que chorrean miel o savia dulce para atraer a insectos hambrientos, trampas de mala fama no sólo por bellas, sino por mortíferas. Ni modo, incomprendida y vilipendiada, así continúa siendo esa arma oculta de la naturaleza, ésa que recubre de belleza su voracidad.

       También imaginé que si volvía a escribirte, no sería para terminar lo que te quise decir. De otra manera intentaba copiar todo aquello que, inacabado en mí, terminó por pudrirse, sin importar que, al juzgarte y reprobarte como una sombra, elegía seguirte y tomar tus pasos como un camino. De esas horas, recuerdo muy bien haberme sentido como si estuviera en una zona extraña, lugar donde recién hubiera aterrizado una nave extraterrestre que, con su forma de vida, todo lo hubiera contaminado.

       Me sentí a la vez en medio de un cementerio, sin experimentar miedo alguno, aunque ese sitio estuviera plagado de oscuridad y de ciertas presencias que, acechantes, respiraban en las aristas de las tumbas, y cuyos resoplidos iban a parar hasta la parte trasera de mis oídos. Encontrarme en ese sitio no era, de cualquier forma, ningún logro de un espíritu decadentista, tampoco un embrollo que tuviese que ver sólo con un deseo de muerte, y menos aún significaba estar de luto por la vida; era más bien una simple derrota, mirar cómo se quebraba lo que creí sentir, por efectos secundarios de algo que me sonaba lejano y estancado en mis oídos, como un murmullo. Finalmente, entendí que eso era como un discurso de otra realidad, una nihilista que afirmaba que no podíamos esperar nada de nadie, ya que, como dicen, “la espera es el verdadero infierno”.

       El paso de los años nos ha reencontrado. No sé si se trate de una venganza al más puro estilo de aquel ballenato colombiano, mantra de extraña metafísica que asegura que los caminos de la vida no son como yo creía. Me da risa, y a la vez temor, constatar que aquello que pensamos, es lo que está en nuestras manos evitar; quizá es por eso que por ahí tendremos que pasar una y otra vez, hasta entender que el desapego es una de nuestras enseñanzas mayores.

        Todos esos discursos que dicen los sabios, y todos esos cuadros comparativos en los que se pone de un lado al amor donde se quiere con celos, y a ese otro amor -al que pocas veces me he asomado-, mismo que, sostienen los entendidos, es el verdadero, dizque porque es más como un sentimiento puro y transparente, que no espera nada a cambio, que es sumamente liberador y se basa en pensar que somos como agua y también un río que modifica su cauce en forma constante. Todos esos discursos, digo, no funcionan conmigo, porque luego viene el descrédito ya que ese amor inexperimentado, cuando llega un minuto a mis manos, se transforma en una especie de quemado convaleciente que, aún a carne viva, busca gasolina para quemarse otra vez; o bien, busca un poste para estrellarse o subirse, siempre y cuando el poste, si es que quiere estrellarse, no sea vertical y más bien cubra horizontalmente una forma de abismo para que, en lugar de estamparse, sólo se lance hasta el fondo; pero si es un poste para subirse, que necesariamente esté lleno de aceite o, mejor dicho, cubierto por la viscosidad de la piel de cientos de babosas aplastadas que, embadurnadas a esa pared, crean una imagen patética que no produce placer sino asco, más rotundamente, repulsión, pues al tratar de subir como reto, dejas de intentarlo porque primero te vomitas, no importa que anheles aquello. He ahí la vida: ir corriendo tras algo que sabes que a la primera oportunidad te dará un golpe; he ahí la vida: meterte en un tambo y echarte por una pendiente. ¿Qué te detendrá allá abajo? No importa. Lo que te salva es ir dando vueltas sin un destino real, sin una enumeración de los daños que pudieran romperte las uñas.

       Eres más que esa zona contaminada en la que me quedé cuando te fuiste; eres ese tipo de mujer de la que me juré no hablar, sino sólo tocar por afuera en un relato que pasara como segunda obra, como chiste local que no da risa porque lo pronuncia una boca trampa-desdentada. Sin embargo, ahora que he estado nuevamente en ti, que he tocado con mis labios tu pelvis y que he sujetado tus brazos para no dejarte ir, entiendo que mi naturaleza es la de aquel insecto que va por las flores y la savia dulce; soy una especie de principiante que corre tras bambalinas y que, sin control, puede tropezarse una y otra vez, arruinando la puesta en escena; o puede ser despedido por torpe, por nervioso y olvidadizo. No importa, porque, finalmente, no renunciará a actuar algún día porque no tiene memoria; en cambio, cree encontrarse en un ciclo de repetición eterna donde lo que comete una y otra vez como un error, se incrustará en una eternidad ridícula y sabia que, en su recreación número diez millones y por obra de resultados complicadísimos de la física cuántica, terminará transformando sus átomos equívocos en partículas de actos desesperados, pero virtuosos.

Rober Díaz. Colombia, 1982. Escritor hiperrea-lista, filolúmeno, sicalíptico y filibustero. Vive en un viaje de efedrina entre el ex D.F. y Oaxaca. Es adicto a la carne de puerco.

@betistofeles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *