La ciudad de México, al filo del tiempo

Población mayor y más hermosa del país de Anáhuac, en palabras de Manuel Orozco y Berra en la medianía del siglo XIX; la región más transparente del aire, según el Alfonso Reyes de 1915, quien sigue a Humboldt.[1]

La antigua ciudad de México Tenochtitlan se fundó en el año de 1325 según el cronista Chimalpahin, en tanto que Mariano Veytia arguyó que fue un 18 de julio de 1327. A su vez, el especialista y culto López Austin refiere que semejante acontecimiento se dio en el año 1-Técpatl, o sea que en 1324 inició el nombre y la fama de la identidad mexicana.[2]

       Las leyendas no son tan precisas en la fecha, pero son ciertas en la emoción. Dicen éstas que cansados de las serpientes en Tizapán y luego hartas del dominio de los aculhuas, nueve familias mexicas llegaron a las riberas de la laguna de Texcoco, peregrinos en busca de su destino, donde le suplicaron a dos sacerdotes: Axolohua y Quauhcóhuatl, que se adentraran entre los carrizales y buscaran el lugar propicio. Entonces, nos dice fray Juan de Torquemada sobre la base de las historias antiguas:

Aceptaron los sacerdotes la petición del pueblo, y tomando en sus manos unos bordones (en que poder hacer fuerza para saltar pasos malos y lugares divididos del agua), fueron por entre las cañas y juncia buscando camino y lugares menos espesos por donde pasar; y habiendo apartádose de su gente un breve trecho, vieron enmedio de los carrizos o cañaverales un lugar pequeño de tierra enjuta y enmedio de él el tenuchtli (que ahora tienen por armas) y al derredor del pequeño sitio de tierra, un agua muy verde que cercaba el dicho lugar y era tan viva su fineza que parecían sus visos muy finas esmeraldas. Llegados a este lugar, y habiendo visto la particularidad de sus aguas y contemplado la singular y nunca vista visión, quedaron admirados y suspensos en la consideración del fin que podía tener.[3]

       Se menciona que el nopal estaba solo; otros prefieren acompañarlo de un águila y una serpiente; pero no falta quien asegure que en lugar del animal reptante, estaba ahí un pájaro pequeño. Bienvenidas las diferencias, que no es cosa menor el hecho de que las imágenes de los códices y las crónicas avalen dichas afirmaciones.

       A partir de entonces, lo que había sido una geografía de chozas de carrizos y tule se fue transformando, en la medida en que sus moradores guerreros se dedicaron a conquistar provincias por los cuatro rumbos cardinales, con la captación del tributo pertinente, por supuesto. Así, apenas un siglo más tarde, y sin olvidar que tuvieron un inicio incierto que los obligó a diversas alianzas para soportar los asedios de sus enemigos, comenzaron a demostrar que su ciudad solar estaba dispuesta a cumplir con el designio divino, con el agüero que su símbolo águila representaba: “nadie en el mundo podrá destruir jamás ni borrar la gloria, la honra, la fama de México Tenochtitlan”. La versión es de Chimalpahin.[4] Y ahí se hizo patente la magnificencia de los templos y las casas de piedra tezontle para los dioses y los nobles, respectivamente, en tanto que la gente común continuaba ya con el mismo estilo habitacional de antes, ya con edificaciones reforzadas y remozadas con adobe y con madera.

       Cuando Hernán Cortés le describió al rey la ciudad de Tenuxtitlan, reconoció que no había nada tan suntuoso y espléndido como las casas de los ídolos, a las que denominó como mezquitas, todas espaciosas y limpias, de las cuales sobresalía la que ahora conocemos con el nombre de Templo Mayor. Comunicó lo siguiente de la misma:

[…] y entre estas mezquitas hay una que es la principal, que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidad de ella; porque es tan grande que dentro del circuito de ella, que es todo cercado de un muro muy alto, se podía muy bien hacer una villa de quinientos vecinos; tiene dentro de este circuito, todo a la redonda, muy gentiles aposentos en que hay grandes salas y corredores donde se aposentan los religiosos que allí están. Hay bien cuarenta torres muy altas y bien obradas, que la mayor tiene cincuenta escalones para subir al cuerpo de la torre; la más principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla. Son tan bien labradas, así de cantería como de madera, que no pueden ser mejor hechas ni labradas en ninguna parte, porque toda la cantería de dentro de las capillas donde tienen los ídolos, es de imaginería y zaquizamíes, y el maderamiento es todo de masonería y muy pintado de cosas de monstruos y otras figuras y labores.[5]

       Como sabemos por los informes antiguos, sus moradores traían el agua potable de sitios aledaños como Chapultepec, mediante caños o canales de cal y canto; aparte de que recorrían esta ciudad lacustre en canoas, sin olvidar que también se comunicaban con la tierra firme por tres calzadas anchas y elevadas, característica arquitectónica que las preservaba lo mejor posible de las inundaciones. Una salía por el extremo sur rumbo al  pueblo de Ixtapalapa, otra por el norte hacia Tepeyacac, y la última por el lado poniente hasta Tlacopan. Es conveniente precisar que en el caso de la primera, al llegar al fuerte de Xóloc (por Mexicaltzingo), torcía hacia el oriente para arribar a su destino. Además, también en aquel sitio salía un ramal que desembocaba en Coyoacán.[6]

Tras setenta y cinco días de asedio y sitio, el 13 de agosto de 1521 Tenochtitlan sucumbió, se rindió su tlatoani ante los invasores, y el lugar quedó casi en el abandono, con casas destechadas, muros ensangrentados y gusanos pululando por calles y plazas, como se menciona en un texto anónimo de Tlatelolco escrito hacia 1528.

       Mientras definía dónde establecer la cabecera del nuevo dominio español, el conquistador Cortés decidió fijar su residencia en Coyoacán. No tardó mucho en elegir el mismo sitio de los mexicas y cuatro meses después, con el apoyo del geómetra Alonso García Bravo, tenía lista la traza, de manera que a fines de diciembre o principios de enero siguientes se comenzó la reconstrucción, con un modelo de planta cuadrada que partía de una plaza mayor central, con calles de catorce varas de ancho. Si tomamos en cuenta que la vara castellana equivalía a poco más de 83 centímetros, entonces de frente a frente de los solares había cerca de once metros y medio.

       La justificación del capitán extremeño en torno a la calidad política de la ciudad fue contundente: como dicha Tenochtitlan había sido señora de las provincias comarcanas en tiempos gentiles, era pertinente que continuara con igual categoría en tiempos cristianos. Además, como aquí se había ofendido a Dios con ofrendas y sacrificios idólatras, justo era que en el mismo lugar se le sirviera y ensalzara con servicios que hicieran olvidar las aberraciones del pasado.[7]

       De acuerdo con Lucas Alamán, la nueva urbe quedó en el cuadro formado por la calle de la Santísima al este, la de San Gerónimo o de San Miguel al sur, la espalda del convento de Santo Domingo al norte, y la calle de Santa Isabel al oeste.[8] En su categoría de señor de toma y daca y como jefe, Cortés tuvo mucho que ver con la distribución de los solares, favoreciendo a sus allegados y a él mismo, según consta en los cargos y acusaciones que se le endilgaron ante el rey unos años después. Los sitios para las casas de cabildo, la fundición, la carnicería, la horca y la picota quedaron fuera de discusión, en el entendido de que tenían que ser los más céntricos.[9]

       Para 1524, la ciudad estaba en orden y en boato constructivo, con alrededor de treinta mil vecinos que de inmediato resintieron viejos problemas, como el de las inundaciones. En cuanto a población, la futura capital virreinal (1535) tardaría más de dos siglos en alcanzar un número semejante al de sus esplendorosos años prehispánicos; en lo de las anegaciones, desde el siglo XVI se hicieron trabajos de desecación, siempre con resultados de momento y sin solución a largo plazo.

Poco a poco, la ciudad creció, distinguiéndose sus fuentes de agua (Santa Fe y Chapultepec); las tres plazas grandes (Mayor o del Palacio, Volador, Tlatelolco); dos mercados primordiales (San Hipólito y San Juan), y uno menor (Santiago Tlatelolco); iglesias, casas señoriales con torres que daban cuenta de la importancia de sus dueños; y, en las postrimerías del propio siglo XVI, una Alameda para deleite y recreación de los habitantes. Para coraje de muchos, nunca faltaron los vagamundos, léperos y demás sujetos faltos de trabajo por ser amantes del ocio, de la burla y el engaño.

       No obstante, para muchos esto último era un mal menor, pasajero, que caería a la menor atención que le otorgaran las autoridades, con base en el influjo de las leyes. En cambio, la majestuosidad arquitectónica era permanente, insigne, divina, como supuso el poeta español Bernardo de Balbuena en el libro Grandeza Mexicana, publicado en 1604. A continuación ofrezco un fragmento del capítulo V, cuyo argumento lleva por nombre “Regalos ocasiones de contento”:

       México hermosura peregrina.

Y altísimos ingenios de gran vuelo

por fuerza de astros, o virtud divina.

       Al fin si es la beldad parte del cielo

México puede ser cielo del mundo

pues cría la mayor que goza el suelo.

       ¡Oh ciudad rica pueblo sin segundo

más lleno de tesoros y bellezas

que de peces y arena el mar profundo![10]

        Quede ahí Bernardo de Balbuena. Venga la noticia de las lluvias e inundaciones de las primeras décadas del siglo XVII, esas que provocaron la lucha en la fe, con dos vírgenes en los extremos: la española de los Remedios; y la criolla, mestiza e indígena de Guadalupe, quien con el tiempo y con el apoyo oficial del Ayuntamiento de la ciudad de México, terminaría por ser la patrona local y luego nacional. Es del caso referir al respecto que de 1629 a 1633, alcanzó visos de gravedad el temor anual: el agua que cayó en sesenta leguas de circunferencia buscó el natural depósito, la llanura y las lagunas del valle de México, con la inundación correspondiente. Ante ello, volvieron a pulular las canoas como recurso de comunicación, y hasta la misa se escuchaba en altares improvisados en los terrados de las iglesias y en varias casas altas. En la encomienda del milagro para paliar el infortunio, triunfó la peregrinación guadalupana desde su santuario a la ciudad, pues en su momento comenzaron a retirarse las aguas.[11]

       Según un manuscrito apócrifo del siglo en cuestión (XVII), la situación llegó a ser tan conflictiva y desesperante, que los funcionarios de la Real Audiencia y los del Cabildo eclesiástico pidieron al rey el permiso conducente para cambiar la sede de la metrópoli a un sitio más seguro y no muy lejano (una legua) -no se explicita el rumbo, pero suponemos que era al norte-; sin embargo lo costoso de la obra dio al traste con la posibilidad, toda vez que era necesario gastar más de cincuenta millones de plata.[12]

       Venga también el enfrentamiento constante entre criollos y peninsulares, quienes peleaban no sólo por los puestos de gobierno, sino también por las mujeres novohispanas “de buenos tratos y recursos”. Vengan de igual forma los incendios del palacio virreinal, del Ayuntamiento y del mercado del Parián, provocados en junio de 1692 por una plebe que exigía maíz para paliar el hambre, tumulto que alguien aprovechó para plasmar en los muros del edificio primero un verso gozoso ante la huida del virrey conde de Gálvez: “Este corral se alquila/ para gallos de esta tierra/ y gallinas de Castilla.” No era nada más que se hubieran perdido muchas cosechas por exceso de lluvias, sino también era el hecho de que los comerciantes ocultaban el grano existente para subir los precios, aparte del enojo de las castas y de los negros por saberse relegados de todo, grupos sociales que día con día se mostraban cada vez más altivos e insolentes, situación ésta que ya desde la década de 1840 era notoria para muchos, en palabras de Thomas Gage.[13]

       La ciudad, sin duda, ya no tenía en la práctica ni una república de indios ni una república de españoles, tratándose más bien de una mescolanza donde convivían todas las razas y castas posibles, llegando estas últimas a más de cincuenta denominaciones: lobo, coyote, tente en el aire o grifo, saltatras, cambujo, ahí te estás, albarasado, chamizo, cholo, genízaro, galfarro, gíbaro, no te entiendo, sambayo, requinterón, tresalvo, zambo, y las ineludibles mestizo y mulato, por citar varias.

       Esta multiplicidad y soltura social no podía pasar desapercibida entre las personas cultas y sabias de ese mismo periodo, como Agustín de Vetancurt, sor Juana Inés de la Cruz, Mateo Rosas de Oquendo, Carlos de Sigüenza y Góngora, Francisco de Florencia, el ingeniero Cristóbal de Medina, y los pintores Cristóbal de Villapando y Juan Correa, por hacer hincapié en uno que otro. Veamos dos ejemplos en el caso de sor Juana, quien los involucró en forma jocosa en actos religiosos, ferias y celebraciones públicas por la realeza: 1) A la aclamación festiva/ de la jura de su reina/ se junta la plebe humana/ con la angélica nobleza. 2) ¡Morenica la esposa está!/ Contexto es, y no pequeño,/ que, cuanto más se humillaba,/ se confesó por esclava;/ pero expresó de qué dueño,/ protestando el desempeño/ de que libre de otro está./ ¡Morenica la esposa está/ porque el sol en el rostro le da![14]

       Tampoco dejemos de lado al poeta Mateo Rosas Oquendo, el cual estuvo en la ciudad de México durante las dos primeras décadas del siglo XVII. Pícaro, satírico, trotamundos, criado de virrey, soldado, encomendero y contador de la Real Hacienda, escribió versos como el que se ofrece a continuación sobre la realidad social novohispana, con descripciones donde cabía cualquiera -se deja la ortografía original-:

¡Ay Juanica mía

carita de flores!

¿Cómo no te mueres

por este “coyote”?

       Si mi nombre olbidas

y no le conoses,

yo soy Juan de Diego,

aquel xentilombre,

       aquel balentón

aquel Rrodamonte

aquel carilindo

del rrizo vigote;

       el que con “tamales”

y solos “elotes”

passa como un puto

este mar de amores;

       el que en la laguna

no deja “xolote”

rrana ni “juil”

que no se lo come;

       El que en el “tianques”

con dose “chilchotes”

y diez aguacates

come sien “camotes”.

-Aquesto cantaba

Juan de Diego el noble,

haziendo un zigarro:

chupolo y durmiose.[15]

De acuerdo con los cronistas y los estudiosos de nuestro pasado virreinal, podemos señalar que para inicios del siglo XVIII la ciudad de México se distinguía tanto por lo diverso de sus habitantes, como por el orden y la magnificencia de las construcciones. En aquel punto, según Agustín de Vetancurt había poco más de ocho mil españoles varones por veinte mil mujeres, suma a la que debían agregarse millares de indios, negros y mezclas que llenaban las calles, en especial mestizos y mulatos.[16] En cuanto a los edificios, no era sólo su belleza particular, sino su simetría con el hermoso tablero de calles rectas, anchas y adoquinadas, orientadas hacia los cuatro puntos cardinales, característica que permitía observar sus contornos desde cualquier lugar. En opinión del viajero italiano Gemelli Careri, el único inconveniente que se le podía cargar a esta geografía urbana de dos leguas de perímetro por alrededor de media legua de diámetro, era el hecho de tener un terreno poco sólido, lo que provocaba que las obras arquitectónicas estuvieran medio sumidas.[17]

       El citado Agustín de Vetancurt señaló que no faltaban las enfermedades como las disenterías, diarreas o seguidillas, calenturas, catarros recurrentes, provocados por el temple húmedo, engañoso sin más ya que no hacía un calor que enfadara ni un frío que afligiera. No obstante, con todo ello y por más problemas que hubiera, vivir en la ciudad era envidiable porque no había otra que se reconociera con las mejores del orbe, por ejemplo con la Roma Santa, en sus templos y jubileos; Génova, soberbia en el garbo y el brío de los que en ella nacían; Florencia, hermosa por lo deleitable de sus florestas; Milán, populosa por el concurso de tantas gentes; Venecia, rica por la riqueza que producía y que repartía a todo el mundo; Bolonia, pingüe por la abundancia del sustento; Salamanca, por su florida Universidad de Ciencias; Lisboa, por sus monasterios, conventos, música, olores y sagrado culto.[18]

       Babilonia tal, Orbe epilogado -nos dice Juan Manuel de San Vicente-, hacia los años 1750-1760 todos podían cumplir sueños y alardes de cuanto de lujo se produjera en Europa, África, Asia y la propia América. El único requisito al efecto era el de contar con dinero, pues la abundancia era general en este segundo paraíso terrenal.[19]   

       Conviene referir que Vetancurt y San Vicente eran la parte optimista, junto con otros como Juan de Viera, pero como nunca faltan los críticos sabios que nada agradecen, al igual que los necios que todo contradicen, en el extremo opuesto figuraron Hipólito Villarroel, José Antonio Alzate, Baltasar Ladrón de Guevara y varios más, los cuales enfatizaron que no existía semejante urbe excepcional si se tomaba en cuenta la enorme cantidad de vagos y malvivientes que se debatían entre la miseria y el hambre. Con base en estos últimos autores y en muchas investigaciones sobre la vida del reino de la Nueva España, Antonio Rubial nos ofrece una síntesis significativa sobre las condiciones sociales de la nobilísima capital:

El civismo de la población era nulo y la basura y la suciedad estaban por doquier pues, a pesar de las disposiciones virreinales, la gente arrojaba todo tipo de inmundicias a fuentes, acequias y calles. La circulación de ganado dentro de la ciudad y la costumbre de los indios de hacer agujeros en las calles para sacar tierra para macetas y adobes, producía grandes charcos de aguas negras. Los olores a fritangas, a podredumbre y a orines llenaban el aire, y el ruido de las campanas y de los gritos de los vendedores llegaba a ser ensordecedor. Toda esta insalubridad hacía del ámbito urbano una olla de infecciones y de enfermedades epidémicas. El abasto de agua, que se dispendiaba por los caños rotos y por el mal estado de las fuentes, comenzaba a ser un serio problema y el peligro de incendios era constante.[20]

Más allá de informes oficiales, memorias y testimonios, el siglo XVIII nos depara la difusión y el registro cotidiano de acontecimientos “trascendentes”, circunstancias que se deben sin duda a la presencia del periódico, mismo que con el primer nombre de Gazeta de México apareció a partir de 1722. Así, gracias a la prensa, se conocen sucesos quizá recurrentes desde siglos anteriores, pero que no fueron parte del dominio popular, como lo definimos ahora. Sobre esa base, tenemos la certeza de que entre los años de 1707 al de 1813, ocurrieron más de quince sucesos nefastos para los habitantes “capitalinos”, entre inundaciones, epidemias y crisis agrícolas. Cinco de ellos duraron un año, otro se manifestó durante un lustro (1724-1728), y los demás fluctuaron entre los dos y los cuatro años.[21]

       Para entonces, la ciudad había crecido en tamaño, en especial en dirección hacia el poniente -atrás de la Alameda-, y el sur, a los lados del acueducto. Texcoco, Chalco, Xochimilco, Mixcoac, Santa Anita, Coyoacán, Tacuba, la villa de Guadalupe, eran sitios de producción y abasto ligados a la metrópoli, aparte de centros de esparcimiento. Lugar de recreo y de aguas termales lo era, a su vez, el balneario del Peñón de los Baños, ya famoso en esos momentos. En opinión de Juan de Viera, para la segunda mitad del XVIII la imperial México tenía una extensión de legua y cuarto de oriente a poniente, y poco más de una legua de norte a sur, con cuadras de doscientas cincuenta varas de longitud por ciento cincuenta de latitud, además de calles desde antaño de dieciséis varas castellanas de frente a frente, en las que podían rodar hasta tres coches de caballos al mismo tiempo, y sin estorbar en lo absoluto la circulación personal a pie o en bestia. Resaltemos el hecho de que dicho autor aumentó en dos varas el ancho de las calles, en comparación con las catorce que mencionamos líneas atrás.[22]

       Aparte de los edificios públicos y privados, en 1778 la ciudad contaba con cinco plazas amplias, 23 plazuelas, 82 fuentes, 36 pulquerías, 46 casas de panadería y 42 de tocinería.[23] Los santos, los gremios y el comercio definirían la mayoría de los rumbos y barrios, sin duda: San Juan, San Hipólito, Santa Catarina, Plateros, Mercaderes, Panaderos, Tabaqueros, por referir algunos.

       Tampoco debemos olvidar que el crecimiento urbano, aunque lento en ese entonces, iba a la par de una sociedad abigarrada y fraccionada, en la que el encono político tenía múltiples actores en la práctica cotidiana, al frente de los cuales quedaban estos tres grupos: españoles peninsulares, criollos o españoles americanos, e indígenas. Los conflictos de estos últimos contra aquéllos fueron numerosos pero breves, y ninguno con resultados significativos en su favor. En cambio, la pugna entre los dos primeros fue de larga data, pero más en el campo de la emoción y la conciencia que en el de las armas, excepción hecha de la guerra de Independencia de 1810 a 1821, donde los criollos se hicieron dueños y señores del destino histórico de su patria.

       No dejemos de lado a los negros -esclavos en su mayoría-, y mucho menos a los mestizos y demás castas, que a pesar de ser los más numerosos en la centuria y en el territorio en cuestión, carecían de reconocimiento gubernamental, por lo que tenían que acomodarse en el espacio social que les permitieran o les endilgaran las autoridades: el lado indígena, el negro o el criollo. ¿El español peninsular? Imposible. Es obvio que no faltaron los remisos, los que nunca aceptaron la tutela y el control, quienes hicieron de la calle, de los callejones y de los tumultos sus lugares de vida.

       En esta ciudad majestuosa de fines del XVIII y principios del XIX, comparable según Humboldt con Lima, Filadelfia, Washington, París, Roma, Nápoles y Berlín,[24] nada más  existía un punto de unión y de contacto verdaderamente sólido: la devoción guadalupana, y en esta devoción se forjó la conciencia nacional, como opinan los historiadores Jacques Lafaye y Edmundo O’Gorman,[25] misma que devino en guerra patria en 1810.

       Con ello, los reacomodos fueron ineludibles y más allá de lo que pretendían en la década de 1770 los miembros del Ayuntamiento de la Imperial, muy noble y muy leal Ciudad de México, quienes en una Representación a la Corona solicitaban un acceso natural a la nobleza, así como una mayor participación en la burocracia monárquica. La Independencia no fue una sorpresa, pero tampoco estuvo exenta de miedos, temores, zozobras, resquebrajamientos políticos, económicos y sociales, confusiones e ironías como la que plasmó Fernández de Lizardi en El Periquillo Sarniento:

Ayer era un caballero

con un porte muy lucido;

y hoy me miro reducido

a unos calzones de cuero.

Ayer tuve harto dinero,

y hoy sin un maravedí

me lloro ¡triste de mí!,

sintiendo mi presunción

que aunque en mi imaginación

ayer conde y virrey fui.

En este mundo voltario

fui ayer médico y soldado,

barbero, subdelegado,

sacristán y boticario.

Fui fraile, fui secretario,

y aunque ahora tan pobre estoy,

fui comerciante en convoy,

estudiante y bachiller.

Pero ¡ay de mí!, esto fui ayer

y hoy ni petatero soy.[26]

Verdad de Perogrullo, la independencia respecto a España aceleró los cambios en la vida mexicana, y la ciudad no fue ajena a eso. De hecho, aquí se presentaron en forma más violenta, primero con la venta de muchos solares y casas abandonadas por sus dueños españoles, y luego con la puesta en el mercado de los nacionalizados y desamortizados bienes del clero. La nueva clase política, las empresas industriales y el establecimiento de grandes casas comerciales ya extranjeras, ya locales -por enfatizar lo más trascendente-, provocaron múltiples necesidades de mano de obra, lo que a su vez devino en un incremento demográfico cuya consecuencia inmediata consistió en la demanda de vivienda.

       De hecho, no fueron pocos los aristócratas y demás miembros de la clase alta que, enterados del rumbo del país, prefirieron vender o rentar sus antiguas y céntricas casas señoriales para sedes mercantiles o para habitación, yéndose ellos a la antigua periferia, lo que provocó a su vez el ensanchamiento de los límites urbanos. Al respecto, la prensa de la época, con El Siglo Diez y Nueve en específico, hacía hincapié en la década de 1840 sobre la circunstancia de que aunque muchos de los hermosos edificios coloniales amenazaban ruina, ahora fungían como vecindades donde se entremezclaban sin vigilancia ni concierto personas de toda laya, desde trabajadores hasta ladrones, embaucadores, borrachos y jugadores. Exigían por ende su reglamentación, en especial si había alguna pulquería al lado, sitio este último preferido por los “malos artesanos” que pululaban por cualquier parte, como aseguraba en forma sarcástica El Eco del Comercio en 1848:

Domingo, a la pulquería,

lunes, nueva borrachera,

martes, riño a la casera

y bebo con alegría.

El miércoles, todo el día

trabajo, no con exceso.

El jueves sí, duro y tieso,

el viernes aún me desvelo.

Y el sábado ¡qué consuelo!

a rayar … Domingo empiezo.[27]

Para la década de 1850 el territorio de México capital se definía en torno de las garitas de  Peralvillo, San Lázaro, La Viga, La Candelaria, Belén y San Cosme. Estas seis marcaban los límites de la planta irregular, la que de norte a sur medía 4340 varas por 3640 de oriente a poniente.[28] Después -en esa segunda mitad decimonónica-, la desecación que venía de antaño y la deforestación intensiva del momento abrió otros rumbos de lujo. Incluso con su carga imperial (la de Maximiliano), Paseo de la Reforma tiene ese origen, semejante al que presentaron las nuevas colonias del noroeste, que iniciaron como fraccionamientos homogéneos de mansiones acaudaladas. Sobre esta base, no tardarían en establecerse ahí  los modernos sistemas de comunicación, con trenes de mulas, primero, y después con los eléctricos. Los rumbos occidental y sur del valle, como Tacuba, Tacubaya, Mixcoac, San Agustín de las Cuevas (Tlalpan) y San Ángel, serán los preferidos de los acaudalados para adquirir y construir casas de campo o quintas, en tanto que el norte y el oriente darán cabida a las industrias.[29] El acomodo fue lógico, toda vez que aquellas zonas eran las más atractivas por sus veneros de agua y por su fertilidad agrícola. Al contrario, el noreste y el este no dejaban de ser rumbos áridos.

       La ciudad de México cambiaba, pero no sus problemas principales: insalubridad, alcoholismo e inundaciones; los tres en la media duración, el tiempo medio del historiador Fernand Braudel. Para los años de 1879-1880, la voz popular decía que los malos políticos eran eternos, razón de más para no incluirlos en la lista, la cual avalaban personas ilustres como los médicos Demetrio Mejía, Eduardo Liceaga y Francisco Patiño, entre otros. Problemas que cuando se ligaban, daban una idea muy triste de la civilización mexicana, coincidían en la prensa.

       No podía suceder de manera diferente -añadieron-, pues en el caso primero no había más culpables que las autoridades, por no azolvar las atarjeas; por permitir que las personas depositaran y acumularan la basura donde les diera la gana, por ejemplo en plena calle junto a Palacio Nacional; por no cuidar los mingitorios públicos donde los necesitados se aprovechaban no sólo para descargar sus líquidos, sino también los sólidos; y porque dejaban circular sin condición alguna caballos, burros, cerdos, guajolotes, perros y demás animales domésticos; asuntos todos que provocaban una fetidez impresionante y eran focos de infección permanente.

       En el segundo, igual no había más culpables que las autoridades, las cuales si no evitaban el consumo callejero de bebidas provocadoras, mucho menos ponían trabas a la apertura desmesurada de pulquerías y cantinas, sitios donde se reunían los de espíritu inquieto y cuerpo gozoso. En el tercero, la culpa también era del gobierno, no tanto porque tuviera que ver con la fuerza de las lluvias, pero sí por no concluir las obras del desagüe, así como por no parar la pérdida constante de las zonas arboladas, a lo que debía sumarse la falta de castigo para los cargadores de barrio, sujetos que ofrecían sus servicios de transporte a los afectados hasta el hogar o destino correspondiente, situación que aprovechaban para fingir trastabilleos y arrojar a sus clientes al agua, ello por mera diversión.[30]

Como paradoja a la presencia de las lluvias “excesivas”, aumentarían los requerimientos de agua potable debido a que las fuentes o manantiales fueron cada vez más exiguos, insuficientes para soportar una población en constante crecimiento. De manera que, entrado el siglo XX, comienzan los bombeos en los mantos locales, o sea los propios del valle. Con la explosión demográfica posterior, se tuvo que ir por el líquido en cuestión hasta Cutzamala, por referir lo menos, allá por los límites occidentales del estado de Guerrero en su frontera con Michoacán. No es cosa vana referir que aun si se contara con una política pública eficiente en torno a los recursos hídricos, no sería fácil cubrir el abasto de una urbe que en menos de medio siglo pasó de alrededor de un millón de habitantes en 1930, a ocho millones en 1970; y de ahí a ocho y medio en 1980 y a nueve millones para 2020, de acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía.

       Durante la década de 1940, este avance humano tuvo mucho que ver con una decisión política del grupo en el poder: impulsar la actividad industrial, lo que provocó la presencia de mano de obra ocupada antes en el sector rural, sobre todo. Como centro político y económico permanente de todo el territorio nacional, la ciudad de México siempre ha sido un lugar de atracción, pero en aquellos años la apertura de empleos fue un detonante espectacular. Después, y aunque la inmigración continuó, es un hecho que el aumento de la población ha tenido que ver más con el llamado crecimiento natural de los grupos, que con cualquier otro fenómeno social o económico. Sobre esta base, el mayor número de habitantes generó nuevas y urgentes expectativas en cuanto a transportes, vivienda y salud, por ejemplo, lo que ha provocado diversas ampliaciones urbanas, con periferias consecutivas que han terminado por engullir a pueblos, haciendas y ranchos aledaños florecientes todavía en los años 1930: la villa de Guadalupe, los pueblos de Santa Anita e Iztacalco, el rancho El Chabacano, por mencionar sitios cercanos a la antigua ciudad.[31]

       Como ocurre por lo común en los procesos de adaptación y reacomodo humano, estos cambios generaron una perspectiva optimista y otra crítica. Para los tradicionalistas, todo se venía abajo y era el corolario de la sinrazón de los tiempos modernos, esa tragedia que había acabado con la paz instalada por don Porfirio Díaz, la que provocó los miedos de los capitalinos ante la presencia de las huestes rebeldes de Emiliano Zapata y de Francisco Villa, revolucionarios que, en realidad, resultaron más cuerdos y menos ladrones que los seguidores de Venustiano Carranza, jefe constitucionalista cuyo apellido se convirtió en sinónimo de toda una actividad deshonesta en estos lares: carrancear, por despojar, robar, hurtar.

       Sinrazón que también provocó esa locura de Plutarco Elías Calles por nombrar aquí un prelado cabeza de una iglesia católica independiente de la papal; además de los afanes de Lázaro Cárdenas en favor de la educación socialista, cuyo modelo principal en lo práctico fue la Escuela Revolución, con espacio para cinco mil alumnos que aprenderían en lo académico, lo técnico y lo deportivo (sita en la contra esquina de la Biblioteca México, en una de las salidas del actual metro Balderas). Este último punto, junto con la nacionalización petrolera y el reparto agrario, provocarían que la Alemania nazi de Adolfo Hitler tuviera muchos adeptos, los que se organizaron en asociaciones y colectivos de apoyo con traje y saludo incluidos.

       En el lado del optimismo, pocas voces tan conocedoras como la de Salvador Novo, poeta, funcionario público, cronista, empresario y director teatral, quien consideraba que la nueva arquitectura era prueba contundente de que semejante espacio urbano había alcanzado la mayoría de edad, y que le esperaba un sitio honorable entre las capitales cosmopolitas. Se sentía orgulloso de la misma, sin duda, de manera que la exaltó en estos términos:

Cuando vemos que en ella conviven mexicanos de toda la república y extranjeros de todos los países: cuando coexisten Xochimilco, la Catedral, las vecindades, el Reforma, los palacios porfirianos y los “apartamientos” disparados hacia arriba por Mario Pani: el callejón de la Condesa y la calzada Mariano Escobedo, o la diagonal San Antonio: Tepito y Las Lomas, Anzures y Narvarte, los “ejercicios” de Cuaresma y un partidazo de futbol en el Asturias: la india que pregona sus flores y las orquídeas en caja de plástico, sentimos la fecunda, gloriosa riqueza de una ciudad imán que hace ya muchos siglos atrajo hasta el misterio inédito de su valle encantado la peregrinación del Hombre de las Manos Grandes que se aplicarían a modelarla sobre el barro y la piedra, desde el reptil hasta el vuelo -y que desde entonces no ha cesado de recibir el tributo de todas las sangres, ambiciones, oraciones y sueños de los hombres que de todos los rumbos llegan a disfrutar el privilegio de su aire claro, de su sol luminoso, de su límpido cielo, de su primavera inmortal. Del sueño y del trabajo de todos esos hombres, ejercido en el valle más hermoso del mundo, está labrada la Grandeza de la ciudad de México.[32]

       Quedémonos ahí pues Novo sabía que las autoridades trabajaban por fin para acabar con los “pequeños” inconvenientes del desarrollo propio de la época, en especial el de la contaminación a gran escala tanto del agua como del aire, aparte del cambio climático, escasez habitacional, insuficiencia de servicios de alto nivel, etcétera. Ya no le tocó el desencanto de ver y sentir que la contaminación aumentó en lugar de disminuir o desaparecer -promesa oficial y empresarial en la década de 1940-; que la entubación de ríos y canales sirvió únicamente para el deterioro ecológico y en lo absoluto para evitar más inundaciones -otra promesa oficial de las décadas de 1940 a 1960 por lo menos-; y que los problemas de vivienda, salud y transporte tampoco han tenido soluciones viables y de largo plazo.

       Valga por último una llamada ligera en cuanto a las posibilidades de organización de la ciudad a que se alude. Si en 1970 desapareció como entidad política junto con sus doce barrios, fecha en la que se repartió su querencia en cuatro delegaciones: Miguel Hidalgo, Cuauhtémoc, Benito Juárez y Venustiano Carranza;[33] ahora en la segunda década del siglo XXI se le otorgó independencia, se le restituyó soberanía y se le concedió mayor territorialidad, al convertirla en ciudad estado. Por lo mismo, las perspectivas en cuanto a administración, sustentabilidad, sostenibilidad y desarrollo quedan abiertas.


[1] Manuel Orozco y Berra, Historia de la ciudad de México desde su fundación hasta 1854, México, Secretaría de Educación Pública (SEP)/Diana, 1980, p. 13; Alfonso Reyes, “Visión de Anáhuac”, en Alfonso Reyes, Antología: Prosa, Teatro, Poesía, tercera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica (FCE), 1982, p. 3.

[2] Alfredo López Austin, “El milagro del águila y el nopal”, en Alfredo López Austin, El conejo en la cara de la luna, México, Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA)/Instituto Nacional Indigenista, 1994, pp. 59-68.

[3] Juan de Torquemada, De los veinte y un libros rituales y Monarquía indiana, con el origen y guerras de los indios occidentales, de sus poblazones, descubrimiento, conquista, conversión y otras cosas maravillosas de la mesma tierra, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Históricas, 1975, volumen 1, libro tercero, cap. XXII, p. 397.

[4] Francisco de San Antón Muñón Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, Relaciones originales de Chalco Amaquemecan, paleografía, traducción y glosa de Silvia Rendón, México, FCE, 1965, p. 55.

[5] Hernán Cortés, Cartas de Relación, Segunda carta-relación (30 de octubre de 1520), 8a edición, México, Porrúa, 1975, p. 64.

[6] Manuel Orozco y Berra, Historia de …, op. cit., p. 27.

[7] Hernán Cortés, Cartas de relación. Tercera y cuarta cartas-relación (15 de mayo de 1522 y 15 de octubre de 1524), op. cit., pp. 164-218.

[8] Lucas Alamán, Disertaciones. Octava disertación. Formación de la ciudad de Mégico, México, Jus, 1942, tomo II, p. 174.

[9] Manuel Orozco y Berra, Historia de …, op. cit., pp. 28-32.

[10] Bernardo de Balbuena, Grandeza Mexicana, México, Imprenta de Melchor Ocharte, 1604, [pp. 164-165].

[11] Francisco de Ajofrín, Diario del viaje a la Nueva España, México, SEP/Dirección General de Publicaciones del CNCA, 1986, p. 62.

[12] Citado por Manuel Orozco y Berra, Historia de …, op. cit., p. 52.

[13] Thomas Gage, Nuevo reconocimiento de las indias occidentales, México, SEP/FCE, 1982, pp. 172-194.

[14] “Castas en los villancicos de sor Juana”, en Artes de México. La pintura de castas, 2a edición, México, Artes de México, libro 8, 1998, pp. 37-39.

[15] María José Rodilla, “Un Quevedo en Nueva España satiriza las castas”, en Artes de …, op. cit., p. 44.

[16] Agustín de Vetancurt, “Tratado de la ciudad de México y las grandezas que la ilustran después que la fundaron españoles”, en La ciudad de México en el siglo XVIII (1690-1780). Tres crónicas, prólogo y bibliografía de Antonio Rubial García, México, Dirección General de Publicaciones del CNCA, 1990, pp. 46-47.

[17] Giovanni Francesco Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, México, UNAM-Instituto de Investigaciones Bibliográficas, 1976, p. 21.

[18] Agustín de Vetancurt, “Tratado …”, op. cit., pp. 50-51.

[19] Juan Manuel de San Vicente, “Exacta descripción de la magnífica corte mexicana, cabeza del Nuevo Americano Mundo, significada por sus essenciales partes, para el bastante conocimiento de su Grandeza”, en La ciudad de México …, op. cit., p. 172.

[20] Véase el prólogo de Antonio Rubial García al libro La ciudad de México …, op. cit., pp. 34-35.

[21] Enrique Florescano, “La época de las reformas borbónicas”, en Historia general de México, México, El Colegio de México, 1984, vol. II, p. 252.

[22] Juan de Viera, “Breve compendiosa narración de la ciudad de México, corte y cabeza de toda la América septentrional”, en La ciudad de México …, op. cit., pp. 191-193.

[23] Ibid, pp. 193 y 290.

[24] Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, 3a edición, México, Porrúa, 1978.

[25] Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, México, FCE, 1977; Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras, México, UNAM, 1986.

[26] José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento, Libro tercero, capítulo VIII, fragmento de un soneto, Librería Galván, 1842.

[27] Jesús Guzmán Urióstegui, “Agua de las dulces matas”, en CaBaReT, Málaga, vivaméxjico/ colectivo Anónima, núm. 3, octubre de 2008, p. 20.

[28] Manuel Orozco y Berra, Historia de la …, op. cit., p. 93.

[29] Claude Bataillon y Hélène Rivière D’Arc, La ciudad de México, traducción de Carlos Montemayor y Josefina Anaya, México, SEP/Diana, 1979, pp. 19-20.

[30] Jesús Guzmán Urióstegui, La ciudad de México  y su Merolico (1879-1880), México, Editorial Los Reyes, 2019, 502 pp.

[31] De manera personal, todavía en los años 1970 me tocó conocer tres ciudades pérdidas en la colonia Portales.

[32] Salvador Novo, Nueva grandeza mexicana, México, Dirección General de Publicaciones del CNCA, 1992, p. 102.

[33] Ley Orgánica del Gobierno del Distrito Federal, 1970, México, Gobierno del Distrito Federal, 1970.

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Texto publicado en la inaguración del Corredor Cultural Centro Histórico. 11 de septiembre de 2021.