El hechizo del Canal de la Viga

Publicado por

Ludmilla Valadez Valderrábano

Rafael Heliodoro Valle

III de III

[Apuntes que realizó Rafael Heliodoro Valle sobre la ciudad de México. Año de 1939.]

Viernes de Dolores en la Viga

En estos días devotos de la primavera cuaresmal, el paseo de la Viga dice su sermón desde el púlpito enflorado de la leyenda. Allí renunció Moctezuma un año antes de la llegada de Cortés la flor innata de su nobleza, para celebrar las fiestas del fuego sagrado, allí paseó, latiéndole el corazón de alegría desenfrenada el rey Cuitláhuac, poco después de la noche triste, festejando una regata de canoas empavesadas la hazaña de los caballeros-tigres, y desde doña Marina la morena hasta doña Catalina la Mal-querida, hasta la Emperatriz Carlota pasearon por ese pasaje de ensueño y de jolgorio su júbilo en esplendidez. Paseo de la Viga, para el virrey Gálvez y los bailadores coronados de apios y rosas, al son del arpa y el bandolón … Santa Anita de las meriendas de pato y de tamales en casa de la “Tía Martina” cuando su Alteza Serenísima echaba monedas de oro a la chusma. Ixtacalco del Viernes de Dolores y los trajes estrepitosos, mientras el jarabe y el palomo hacían la felicidad … El niño subía y bajaba, tal como en el libro de Mantilla, se bebía agua de limón, se cantaba el “artillero” –que ya no sabemos cómo es-, y desde el miércoles de Ceniza hasta el jueves de la Ascensión, se iba en carruaje, o a pie, o en caballo brioso, a ver aplaudir el fandango, entre la bullanguería de fruteros y canoeros, y ya la tarde se iba marchitando al par de las amapolas …

       Los viajeros han escrito libros sobre México y consagran páginas de una indudable hermosura al católico y profano festival. Charles J. Latrobe, por ejemplo, en The Rambler in Mexico publicado en 1834, decía:

La superficie de los canales de Chalco a Ixtacalco, que entran a la ciudad desde el Paseo de las Vigas, estaba diariamente poblado de canoas, cargadas con las flores más bellas que producen las chinampas o jardines flotantes indios, a la margen de los lagos. El gran mercado central se llenaba de palmas, y todos los altares y templos de la ciudad, estaban perfumados con la dulce fragancia de los ramilletes que los adornaban. Los puestos de fruta, bajo los portales, y en las plazas, y las innumerables “pulquerías” hallábanse decoradas de idéntico modo. El amor que a las flores tienen los indios era en este día tan grande como el que por ellas sintieron antes de la conquista.

       El autor de Promenado de Amerique, a mediados del siglo pasado, describía la fiesta con estos colores:

He presenciado uno de los espectáculos de la antigua vida azteca. Después de haber recorrido una gran calzada, aunque desierta, llegué al final del paseo “Las Vigas”. Allí vi de improviso y sobre el canal que une a dicho pueblo con el lago de Chalco, barcas llenas de indios que en su mayoría lucían flores rojas entre el negror de sus caballos, sobre todo el clavel mexicano que antes empleaban para adornar los sepulcros. En las canoas se bailaba y tocaba el arpa. Y así es todos los domingos. Ése es quizás un recuerdo de la antigua festividad nacional cuyo origen se ha olvidado. El canal en que se halla este paseo tradicional, bordea una calzada de árboles en donde, a las mismas horas, se reúne la gente aristocrática. La muchedumbre civilizada tiene también su fisonomía algo salvaje al lado de las calesas elegantes o de los coches que manejan los burgueses de México, galopan jinetes con apariencia y traje de bandidos, pero hay su contraste entre el Longohamps  mexicano y el canal cubierto de barcos en que va la vieja gente del país con sus trajes, sus danzas al son del arpa  y las canciones. Se dice que en estos cantos deploran todavía la caída del imperio de Moctezuma. Las mujeres llevan ropas menos subidas sobre el manto azul que las envuelve, de modo que al menor movimiento se les nota gran parte del cuerpo bruno.

       Y si así se expresaba Ampere en 1852, véase ahora cómo en 1905, el ruso Constantino Belmont, que ha llamado la atención por su libro Visione Solaires, en que habla de México, vierte sus palpitantes emociones:

Repito que los alrededores de la ciudad son el verdadero México. He ido a la Viga e Ixtacalco, he bogado en canoa sobre los canales, entre los indios que celebran el carnaval, era tan extraño ver muchachas aztecas coronadas de amapolas, charlando con hombres morenos que hacían andar la barca plana con ayuda de un largo remo y cuya mirada estaba llena de una íntima, de una secular melancolía. A lo lejos se veían las cimas nevadas del Ixtacíhuatl  y el Popocatépetl. Más tarde entré en un canal estrecho, a las “chinampas”  que son parcelas de tierra sembradas de amapolas y encuadradas por altos sauces mexicanos que se parecen mucho a nuestro álamo piramidal. Se encuentran aquí, delante de las tiendas, ciertas caras con ojos negros que están llenos de una demencia hipnótica. Estas miradas se vuelven hacia el pasado, hacia la leyenda. El crepúsculo descendía rápidamente. Una melancolía aérea se apoderaba del alma, tan bella como las luces aéreas de la puesta de sol.

       En otro tiempo la fiesta de las flores se celebraba en el Puente de la Leña, hoy calle de la Corregidora. Hasta allí entraban las canoas, a lo largo de la famosa Acequia. Y el 25 de marzo de 1874 se dispuso que el tradicional festejo fuera desde ese año en la Viga. Tiempos aquellos –dice la abuela suspirando-, cuando no era pretensión decirlo, pero del Viernes de Dolores al Domingo de Pascua sólo en flores se gastaban como quince mil pesos. Aún se oye la voz que llama a los transeúntes botaratos: “Pastelitos calientes”. Y bailando, comiendo, remando, se pasaba así lo triste que pudieran tener los días grandes.

La fiesta del Corpus

De las fiestas tradicionales mexicanas, pocas han sido tan espléndidas como la de Corpus. Había procesión en las calles de Tacuba y la Avenida Madero; se llevaban a la escenas comedias que eran la comidilla del buen gusto popular, y se ponían danzas en las que tomaban parte gigantes vestidos de raso de China, con flores y cifras de oro y plata, a más músicas y pólvora, adornos en los balcones, capas pluviales que todavía, como en la fiesta de la Catedral de Puebla, sacan a relucir el brillo maravilloso del siglo XVI.

        Y los cronistas cuentan que en la procesión sobresalían por lo pintoresco de sus grupos las clases obreras, como que en el séquito de señores empingorotados, de munícipes devotos, de virrey y oidores, de monjas y de caballeros, iban los sastres, los plateros, los carpinteros, los hortelanos, los caldereros y los barberos.

       Remontándose a los orígenes de la festividad, se encuentran en las Actas del Cabildo Municipal de esta ciudad muchos datos que se presentan para cincelar recuerdos. Fue en 1526 la primera procesión y tres años después ya había disputas de los gremios por el sitio más próximo al Santo Sacramento que se llevaba a la sombra de un palio. Los hombres deberían portar velas encendidas, so pena de castigo, y aquellos que se quedaran en las ventanas para curiosear a su antojo, eran consignados a los alguaciles para que apechugaran por tamaña descortesía.

       Se bailaba el baile de la tarasca, y el de los gigantes, se ponían en escena algunas comedias. Y en 1599 a los gitanos que tomaban parte en las farsas les eran pagados cuarenta pesos, a los negros que llevaban los gigantes, veintinueve y a los villanos treinta. Y al autor de las comedias nuevas, que se estrenaron en la fiesta, en la octava y para el  Día de San Hipólito –patrón de la ciudad-, fue una vez el bachiller Arias de Villalobos, quien en 1529 exigió la suma de mil pesos machacantes, que por más rebaja que se le pidió fue imposible lograrlo.

       A la fiesta de la octava de 1653 se dignó acudir la Virgen de los Remedios. En 1729 se compró estufa, carroza de gala para llevar al Santísimo, en la suma de dos mil quinientos pesos; y en 1730 dos faroles de plata blanca en mil quinientos pesos.  Y el señor Guijo se hace lenguas hablando de la multa de 12.000 ducados que se impuso al virrey Mancera por haber obligado a la procesión a que pasara frente al Real Palacio. Por esos días sor Juana había protestado por el poco respeto de representar comedias frente al Santísimo.

       Andando el tiempo el virrey Revillagigedo dispuso que en el caso de los carruajes que pasaran por las calles donde iba la procesión, se castigaría con multa de diez pesos al dueño y con cincuenta al cochero. La Audiencia y el Ayuntamiento peleaban por llevar las varas del palio y a la postre el segundo ganó el litigio, y se mandaron ponerle doce varas para que todos los regidores tuvieran ese privilegio.

       Se perdió aquella encantadora costumbre colonial de usar quitasoles de cartón que libraban de la inclemencia del sol, pero quedan en la plaza y en el atrio de la catedral los vendedores de mulitas cargadas de corolas. Las crónicas no dejan de noticiar que en tiempos de su Alteza Serenísima, aquel gran jugador de gallos y bribonazo número uno, enviaba a la procesión de ocho a doce mil hombres de gala.

       Un templo hermoso queda como trofeo de la magna devoción eucarística; el de Corpus Christi, frente a la Alameda Central, que hasta el 13 de febrero de 1868 fue la casa de las Religiosas Descalzas de San Francisco, bajo la primera regla de Santa Clara, y que fundó el Marqués de Ayamonte y Alenquer. Y aún se evoca el nombre del arquitecto don Pedro Arrieta, quien por cuarenta mil pesos hizo la fábrica.

       En el convento vivieron monjas tan distinguidas, indias cacicas, como lo fue una nieta de Moctezuma. Más tarde fue preciso reconstruir el templo y la casa con cien mil pesos, y ponerle un jardín que fue bien cultivado, y como el tráfico de coches y carros era abrumador se hizo necesario cambiar las cañerías de barro, que se rompían con frecuencia, y tomar el agua de la alcantarilla de la fuente próxima –aquella fuente que un día estuvo por ver si escapaba para seguir siendo adorno de la ciudad-, hasta que en tiempos del presidente Lerdo se presentó lo que Marroquí llama “el vértigo de la novedad contra las fuentes”.

       Las monjas llegaron a ser 175 y vivieron allí 137 años, hasta que en una noche tremenda, al toque de maitines, se presentaron los agentes del gobierno a exclaustrarlas, obligándolas a trasladarse al convento de Capuchinas de la Villa de Guadalupe. Poco tiempo después el presidente Juárez instaló en Corpus Christi una escuela de sordo-mudos, que dirigió el ingeniero don Ramón I. Alcaraz.

       Pero la Leyenda toma también su rica parte. Aún se ve en la cornisa de la casa que fue la número 4 de la calle de Chavarría (hoy la 6ª de Donceles), una mano de piedra sosteniendo en lo alto una custodia. Relata el cronista que la noche del 11 de diciembre de 1676, celebrándose en la iglesia de San Agustín la aparición de la Virgen de Guadalupe, el templo se envolvió en llamas. Entre el gentío se hallaba el arzobispo fray Payo Enríquez de Rivera. Y de pronto un hombre de 50 años, jugándose la vida, el señor capitán don Juan de Chavarría, hombre rico y piadoso, se fue brevemente hasta el altar mayor y salvó del incendio a la custodia expuesta, en medio del pánico general. Por eso en la casa del héroe fue puesto el trofeo votivo, que aún se yergue para atestiguar la hazaña.

El hechizo del Canal de la Viga

Casi todos los viajeros descriptores de México se detienen a contarnos lo que les llamó la atención en la vida del pueblo. Es una literatura tan extensa, que basta revisar su bibliografía para que se llegue a comprender no sólo su número, sino también su encanto retenedor. Desde el relato del viaje del padre Ponce hasta los que nos han dejado el ruso Constantino Balmont y el norteamericano Beals, los libros de andanzas por estas tierras forman un anaquel bien nutrido de la Biblioteca Mexicana.

       Y lo notorio del caso es que la gran mayoría de esas obras son conocidas fuera del círculo de los estudiosos, por la circunstancia de que se hallan escritas en diferentes idiomas al nuestro; los ejemplares son en extremo raros y la tarea de una traducción anotada y elegante sería ímproba. La Sociedad de Bibliófilos Mexicanos se ha dado cuenta del problema y por eso no debemos escatimarle nuestros parabienes –a más de nuestra pecunia para que siga enriqueciéndonos nuestra curiosidad-.

       Se me ocurre todo esto ahora que procuro estilizar informes sobre el Canal  de la Viga y su famoso Viernes de Dolores. No trato de dar una somera antología, porque no ha sido tal mi propósito sino presentar dos aspectos con la diferencia que señalan las fechas 1822 y 1904, para que se vea cómo vieron dos observadores del México que ya se va. Trátase en el primer caso del nefasto Mr. Joel R. Poinsett, el primer representante diplomático de los Estados Unidos en México, y en segundo de un buen fotógrafo de su época, el siempre leído don Antonio García Cubas.

       Poinsett publicó en 1824, con el seudónimo de “An American Citizen” un libro  en que compiló sus notas diarias del primer viaje que hizo a este país en el otoño de 1822, cuando tuvo ocasión de entrevistar a don Agustín de Iturbide. Esas notas iba escribiéndolas en cartas a un amigo y más tarde creyó conveniente publicarlas en forma, como si ya previera la importancia que él tendría en una historia de tantas desventuras. Y como en estos días se ha recordado la labor maléfica del grande y buen amigo de don Vicente Guerrero, no sólo en México sino en Chile, me parece que será bienvenida la parte que al Canal de la Viga le toca en el libro curioso:

Por la tarde (7 de noviembre de 1822, dice el diario) fuimos al paseo de las Vigas (sic), una calzada toda sembrada de árboles, pero poco frecuentada; corre un canal a lo largo de dicho paseo, que va hacia los lagos de Xochimilco y de Chalco, el cual encontramos lleno de botes planos (trajineras debió haber dicho) y de canoas que regresaban del mercado. Entramos en una de éstas y dos indios nos llevaron rápidamente junto a las márgenes de las praderas bajas que rodean al canal. De pronto estábamos en la aldea de Santa Anita, que consiste en unas cuantas chozas de techos de paja, una iglesia y una pulquería. Allí dejamos de ver las chinampas, que son unos jardines de tierra aluvial, que cultivan los indios para abastecer el mercado. La tierra está dividida en paralelogramos, rodeándola zanjas angostas. Cada paralelogramo tiene de cuatro a quinientos pies de largo y de veinte a treinta de ancho y se alzan unos cuatro sobre la superficie del agua. La tierra que sacan de las zanjas sirve para hacer el jardín y para abonarlo. Vimos que los trabajadores estaban limpiando las zanjas y desparramando las malas yerbas sobre los camellones. Otros podaban la tierra. Para ello se valen de una ancha hoz, que pesa cuatro veces más que las nuestras y que tiene un mango más o menos de dos pies y medio de largo. En esas chinampas cultivan frijol y chícharos, chile, coliflores, alcachofas y una gran variedad de legumbres y de flores. El suelo es tierra con mucho mantillo, parecida a la de nuestros campos de arrozales, y como es fácil regar las angostas parcelas, de allí sus rendimientos sean de abundancia. Una gran parte de la tierra baja que está entre el lago de Texcoco y el de Chalco, pertenece a estos jardines y se halla cultivada por los indios.

       En su relato Mr. Poinsett añade:

Temprano de la mañana salimos a andar rumbo a las márgenes del Canal de la Viga, contemplando los botes y las canoas, cargadas de legumbres y decoradas con flores, las cuales iban a todo escape, procurando los indios ser cada uno el primero en llegar al mercado. Nos detuvimos en un puentecillo que atraviesa el canal y vimos una larga hilera de botes que se movían con toda rapidez en ambas direcciones. Era un espectáculo alegre y placentero.

       “Paseo de la Viga” se llama la colorida página de El libro de mis recuerdos, de García Cubas. Es éste uno de los libros clásicos mexicanos; vale decir, de indispensable consulta para quienes trabajan en labores de retrospectiva histórica. Sin tener la agilidad y la travesura de la prosa de “Fidel”, ni la imaginación de Cuéllar de la Linterna Mágica, sabe García Cubas entretener a sus lectores y logra llevarlos de la mano por parajes recónditos como un amable cicerone:

 Hallábase –escribe-, la calzada del Paseo de la Viga compartida en tres como Bucareli, por hileras de sauces que por su follaje y dimensiones no desdecían de su calidad de árboles, pero como en todo eran contrarios ambos lugares, en el primero existía abundancia de agua y ninguna fuente, y en el segundo varias fuentes sin agua. Por la parte occidental del expresado Paseo de la Viga extendíanse verdes campiñas interrumpidas por las arboledas de las calzadas de Santo Abad, Niño Perdido y la Piedad, y remataban al pie de las lomas de Tacubaya. En primer término y a orillas del mismo paseo se veían pequeñas granjas en que se apacentaba algún ganado, y perdidas en la espesura de los bosquecillos, casas de campo a las que acudía la gente para saborear el atole de leche y los buenos tamales cernidos que en ellas se expendían, a la vez que entre los árboles se observaba el constante vaivén de los columpios, las rápidas vueltas del volador y el pausado movimiento del sube y baja, juegos todos que no cesaban un momento de estar en acción.

Ya muchas de estas cosas no están. Pero seguimos yendo el Viernes de Dolores a engolosinarnos con las comidillas –esas gloriosas trincheras de la tradición-, y a comprar canciones por cinco centavos, mientras El–Hombre-Que-Come-Fuego nos invita a entrar en la carpa. El verso de Salvador Escudero está bien: no escuche quien no sepa de estas cosas.

Feria del México Antañón

 Ya no se ven los puestos de Semana Santa que Guillermo Prieto en sus páginas de oro volador y García Cubas en su breviario de añoranzas, nos dicen cómo fueron. Para esta vez la feria popular tiene el colorido de aquellos días que están presos, como flores marchitas, en los libros donde las antiguas estampas –las de Decaen-, hacen revivir los tipos y costumbres de otrora, y al conjuro de los adoradores del folklore y del pasado muchas cosas de ayer surgen con pátina de olvido.

       El prodigio se hizo una vez por obra y gracia de la Secretaría de Educación Pública que reunió varios artistas que entienden al México tradicional, para que en la Rinconada de San Diego levantaran seis “puestos” en que cada región de la economía artística mexicana tuviera su sitio: la del sarape y la cerámica, la de los juguetes y las lacas. Del pintor Carlos González fueron los bocetos de cada decoración. Michoacán envió baúles que son joya de la mueblería vernácula; Oaxaca los sarapes en que el león es el símbolo de la mitología heráldica; Guadalajara con sus palmas y las torres de su catedral mandó las finuras de sus ceramistas; Texcoco sus botellones y sus vasos de vidrio; y hubo también un sitio para las comidillas mexicanas regionales, con sus ollas rojas, las aguas de chía, las ánforas de barro con “trigales” en botón y las banderitas de papel áureo, a usanza de otros días.

       La mínima feria fue inaugurada el Viernes de Dolores, que es cuando en el Canal de la Viga hay música de bandolones, se baila el jarabe tapatío y los paseantes canoeros se coronan de amapolitas moradas. La orquesta de los “mariachi” de Cocula y las canciones de Conchita Michel, invitaron a los paseantes para que siquiera se acercaran a ver.

       En este mapa de la producción manual y artística del “mero” México, aprendimos algunas lecciones de geografía, tanto como en “Las Artes Populares” del Doctor Atl o en las “Semanas Alegres” de Micrós. Se ha querido que los indios que vienen desde sus pueblos a vender cosas que hilan o labran, vean cómo es fácil decorar el mostrador al estilo de sus abuelos. Pues tienen el admirable don de imitar –los misioneros cronistas del siglo XVI lo advirtieron bien-, y esas sugestiones les servirán para arreglar el escenario de sus ventas.

       Y como los hermanos de cierta cofradía que hacen su desayuno y pintan los telones de sus teatros nocturnos, harán los indios que en la Semana Santa las ferias iluminen el aire con la magia de la novedad. El buen gusto es innato –dijo Henríquez Ureña-; pero hay que librarlo de la intromisión de quienes no lo tienen. Carlos González ha recorrido las mejores comarcas de México en que la tradición está íntegra y en esos apuntes que ha preparado con el propósito de que sirvan de modelo para decorar los “puestos”, están vibrantes de sencillez, el color y la greca que prestigian el arcón y la batea, el deshilado y la jícara. Ha  de sosegarse el estrépito de la “Noche Mexicana” de Best Maugard, en que el cohete y la guitarra invitan a detenerse. Los azulejos tendrán un brillo en calma y los charros que Luis Hidalgo hace revivir en cera recordarán que descienden del que está en la litografía a colores del libro de viajes de Lafond.

       Solamente los patos, porque son orgullosos, mantendrán una estatura igual a la de las casas de tres pisos, en el magnífico laqueado del baúl de Olinalá.

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