Tomás Mota
¿Recuerdas cómo caían los mangos en la huerta? Era impresionante ver la lluvia de fruta cuando alguien subía a sacudir las ramas del árbol; a la hora de caer e impactarse en el suelo, todos los mangos tronaban: ¡plac! ¡plac! ¡plac!
Es un detalle de la vida en el pueblo, donde cultivábamos la tierra para obtener lo necesario para comer, todo fresco: maíz, calabaza, frijol, chile, melón, sandía, jamaica, ajonjolí, camote, cilantro, rábanos. Aparte estaban las flores, muchas flores, de todos los colores y aromas. Pero ya ves, no fue suficiente, siempre creí que necesitábamos más, que sólo íbamos al día.
Ahora te cuento cómo inició todo. En cierta ocasión, se presentó la oportunidad de emigrar y no lo pensé más. Me invitó mi hermano, quien me comentó de las ventajas de estar del otro lado. Sobre todo la de que el dinero de allá rinde más, pues tiene más valor que acá. Le creí, debido a que él ya había estado dos o tres veces en las tierras gringas. De hecho, fue la primera persona del pueblo que se fue de ilegal. Al principio todos creímos que jamás volvería, pues nadie imaginaba las distancias. ¡Vaya novedad!
Partimos en la madrugada del 13 de febrero de 1980. Yo tenía 21 años de edad, y una hija, la cual apenas dos días antes había cumplido su primer año. No me quise ir antes de su fiesta, en la que matamos un puerco. Ya luego de eso preparé mis cosas y nos fuimos. Sería como la una de la mañana, con tiempo para caminar las cinco horas de rigor hasta llegar al pueblito vecino, donde una camioneta nos transportaría a la cabecera municipal. Eso ya tiene alrededor de cuarenta años, y mira, acá andamos todavía, subiendo y bajando, como si ya estuviéramos acostumbrados.
Me animé a irme de mojado con un propósito: salir adelante en la cuestión económica, para que mis hijos estudiaran y tuvieran la oportunidad que yo no tuve o que me fue negada. En ese entonces no había muchas opciones de estudio, excepto la primaria. Y ni era tan buena. La escuela secundaria más cercana estaba a varias horas de camino, y ni para pensarlo, pues no nos dejaba el trabajo. Recuerdo que hicimos lo posible por fundar una secundaria, pero algo falló y con eso se esfumó nuestra ilusión.
Para el viaje, conseguí algo de dinero prestado, con un 25 por ciento de interés. Era un porcentaje fuerte, sin embargo no tenía otra posibilidad a la mano. Cubrí la deuda en abonos, sin que olvide que mi papá me ayudaba cortando mangos en la huerta, los que luego vendía para completar nuestros gastos. Fue así como logré pagar a tiempo. Después de estar seis meses por allá, trabajando como burro, por fin regresé para ver a la familia. Lo bueno es que saldé mi deuda y hasta ahorré un poco.
Al irse tu papá al Norte y quedarnos solos en el pueblo, continuamos con las labores del campo mediante peones. Ellos se encargaban de sembrar el maíz, de escardar y luego de zacatear y cortar la mazorca. Como podíamos, acarreábamos la mazorca en los burros y ya en la casa la desgranábamos. En temporada de sequía, salíamos a cortar la leña y a proveer de agua para el gasto en la casa. El pozo estaba como a veinte minutos, caminando, aunque si tenías un burro como el de nosotros, que le llamábamos Zeferino, se tardaba uno casi una hora en llegar.
El primer viaje que hicimos hacia Tijuana, puedo decir que fue placentero. No conocía el país, y ésta fue la mejor oportunidad para conocerlo, por lo menos a todo lo largo del trayecto. Salimos de la Central del Norte y el viaje duró alrededor de 48 horas. Tengo presente que por La Rumorosa había unas curvas en las que no cabían dos autobuses, de manera que se tenían que turnar para pasar; ahora ya es una autopista, y el cambio es significativo. Era una aventura, pero el cansancio no se sentía, estábamos jóvenes e íbamos emocionados. Luego, para pasar fue muy rápido, y en poco más de dos horas llegamos hasta Los Ángeles. En la actualidad, esto último ya es diferente, pues a mucha gente la regresan, y algunas veces hasta en diversos intentos; en el mejor de los casos, logran pasar después de varios días. Incluso hay ocasiones en que se quedan en el cerro, se pierden y no se vuelve a saber de ellos.
El proceso de adaptación fue difícil, pero poco a poco me fui acostumbrando. Al principio tuve que esperar a que alguien me recomendara para un trabajo, pero en cuanto ya fui conociendo me empecé a mover solo. Al trabajar todos los días, me daba la impresión de que el tiempo pasaba más rápido, debido a que tenía poco espacio para la añoranza. Comencé a trabajar en el campo, en jornadas pesadas. Cuando era la temporada del jape, mi hermano y yo viajábamos en coche desde California hasta un lugar llamado Yakima, en el estado de Washington, donde hacíamos trabajo en equipo. Después del jape, nos quedábamos al corte de la manzana, en temporadas cortas pero muy agotadoras. Al concluir éstas, ahí vamos a México una vez más.
Por el año 2000 comencé a trabajar en una tienda de autoservicio, donde me aguanté mucho rato porque mis hijos ya estaban con los gastos de las escuelas medias y superiores. Los gastos eran fuertes, así que debíamos tener dinero suficiente y constante para poder solventar todas las necesidades. En el trabajo estaba de tiempo completo, así que una temporada me la eché de un año y medio, tiempo récord porque casi siempre procuraba estar por allá entre seis y nueve meses.
En mi caso, sentía difícil por mis hijos, ya que debía estar pendiente de ellos: que se enfermaba uno, seguía el otro, y así hasta terminar. No todo era fácil, ya que también tenía que ahorrar para cuando volviera mi esposo, para que tuviéramos algo con lo cual sobrevivir durante la temporada en que él estaba en casa. Cuando él volvía, todo era más relajado porque nos ayudábamos con nuestros hijos, y yo sentía un peso menos. También estaba la complicación con mi suegra, pues era difícil convivir con ella.
Con el tiempo, las distancias fueron pareciendo más cortas debido a que nos comunicábamos en forma frecuente. La tecnología nos sirvió en ese sentido. Imagínate, hablábamos al mes o pasado el mes, cada que me mandaba dinero y que yo podía ir a cobrarlo a la cabecera municipal. Ahí es cuando teníamos la oportunidad de platicar. Antes de eso, generalmente nos comunicábamos por cartas, y había veces en que mi esposo ya estaba aquí y su última carta todavía no llegaba.
Para ir a cobrar, teníamos que caminar alrededor de cinco horas, sin embargo ahí no estaba lo complicado; lo complicado era pasar el río. Después de éste, teníamos que subir el cerro para llegar por fin al pueblito inmediato, lugar en donde había una camioneta que nos conducía a la cabecera municipal. Cobraba en la oficina de Telégrafos, y ya después de eso nos poníamos a comprar artículos de primera necesidad: ropa, calzado, útiles escolares y comestibles. En algunas ocasiones regresábamos el mismo día, alrededor de las ocho de la noche. En ese entonces no existían los peligros de ahora, pero sí teníamos otros riesgos, naturales por así decirlo: que nos arrastrara la corriente del río, que nos tirara el burro, o que nos lloviera en el camino. En cambio, ahora ya no se puede andar por esos caminos, debido a la inseguridad que azota a toda la región. Ya ves, ahora hasta el pueblo se ha quedado sin gente, todo está solitario, parece un pueblo fantasma.
En el Norte, pocas veces me moví de lugar. Cuando uno se afianza en un cierto espacio, no se quiere mover nunca porque eso implica comenzar de nuevo; luego, con responsabilidades encima, el asunto se complica aún más.
En ese ir y venir, estaba seis meses trabajando y después me regresaba a México, moviéndome según las épocas de recolección: manzana, fresa, lo que hubiera. Cada vez que viajaba, pensaba en que debía trabajar muy duro para que mis hijos estudiaran sin pendientes de dinero. Sin duda, mi esposa me apoyó mucho para que se lograran estos planes. Hicimos un excelente equipo, lo cual me llena de satisfacción.
Pasaron muchos años sin que me animara a aplicar para obtener la ciudadanía. Pero después me decidí y lo logré tras varios intentos. Ahora ya tengo la doble ciudadanía, e incluso arreglé a mi esposa y a mi hija menor, lo cual nos ha facilitado las cosas. A la fecha, mi mujer y yo entramos y salimos sin ningún inconveniente, evitándonos los peligros de cruzar por el cerro o por cualquier otro sitio.
No conozco mucho el país gringo, porque mi situación nunca ha sido la del turista. Me he dedicado sólo a trabajar, con una rutina que me lleva de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. En los días de descanso, si salgo a pasear, lo hago cerca de mi casa, de manera que esté listo para el trajín del día inmediato. En estos momentos tengo por meta el hacer un pequeño ahorro para la vejez, pero ya sin tantos pendientes, de manera que llevo una vida más relajada, más libre de responsabilidades. Mi objetivo es claro: quiero jubilarme por allá, para terminar regresando a México bien instalado en mi casa de Teloloapan. Este lugar no es mi pueblo de origen, pero queda cerca, y me gusta.